El rastro de los huesos
Leila
Guerriero
(publicada en El País
semanal, 13 de abril de 2008)
No es grande. Cuatro por cuatro apenas, y una ventana por la
que entra una luz grumosa, celeste. El techo es alto. Las paredes blancas, sin
mucho esmero. El cuarto —un departamento antiguo en pleno Once, un barrio
popular y comercial de la ciudad de Buenos Aires— es discreto: nadie llega aquí
por equivocación. El piso de madera está cubierto por diarios y, sobre los
diarios, hay un suéter a rayas —roto—, un zapato retorcido como una lengua
negra —rígida—, algunas medias. Todo lo demás son huesos
Tibias y fémures,
vértebras y cráneos, pelvis, mandíbulas, los dientes, costillas en pedazos. Son
las cuatro de la tarde de un jueves de noviembre. Patricia Bernardi está parada
en el vano de la puerta. Tiene los ojos grandes, el pelo corto. Toma un fémur
lacio y lo apoya sobre su muslo.
−Los huesos de mujer son gráciles.
Y es verdad: los huesos de mujer son gráciles.
***
Entre 1976 y diciembre de 1983 la dictadura militar en la
Argentina secuestró y ejecutó a miles de personas que fueron enterradas como NN
en cementerios y tumbas clandestinas. En mayo de 1984, ya en democracia,
convocados por Abuelas de Plaza de Mayo (una agrupación de mujeres que busca a
sus nietos, hijos de sus hijos desaparecidos durante la dictadura) siete
miembros de la Asociación Americana por el Avance de la Ciencia llegaron al
país. Entre ellos, un antropólogo forense —un especialista en la identificación
de restos óseos: alguien que puede leer allí los rastros de la vida y de la
muerte— llamado Clyde Snow. Nacido en 1928 en Texas, Snow tenía su prestigio:
había identificado los restos de Josef Mengele en Brasil. Por lo demás, bebía
como un cosaco, fumaba habanos, usaba sombrero texano, botas ídem y estaba
habituado a vivir en un país donde los criminales eran individuos que mataban a
otros: no una máquina estatal que tragaba personas y escupía sus huesos. En ese
viaje —el primero de muchos— dio una conferencia sobre ciencias forenses y
desaparecidos en la ciudad de La Plata, capital de la provincia de Buenos
Aires, y la traductora, abrumada por la cantidad de términos técnicos, renunció
en la mitad. Entonces un hombre rubio, todo carisma, dijo «yo puedo: yo sé
inglés». Y así fue como Morris Tidball Binz, 26 años, estudiante de medicina y
dueño de un inglés perfecto, se cruzó en la vida de Clyde Snow.
Durante las semanas que siguieron Clyde Snow participó de
algunas exhumaciones a pedido de jueces y familiares de desaparecidos, siempre
en compañía de su nuevo traductor. En el mes de junio, cuando tuvo que exhumar
siete cuerpos de un cementerio del suburbio, decidió que iba a necesitar ayuda
y envió una carta al Colegio de Graduados en Antropología solicitando
colaboración. Pero no tuvo respuesta. Y fue entonces cuando Morris Tidball Binz
dijo: «Yo tengo unos amigos».
Los amigos de Morris eran uno: se llamaba Douglas Cairns,
estudiaba antropología en la Universidad de Buenos Aires, y esparció el mensaje
— “Hay un gringo que busca gente para exhumar restos de desaparecidos” — entre
sus compañeros de estudio.
−Yo estoy habituada a desenterrar guanacos, no personas— dijo
Patricia Bernardi, 27 años, estudiante de antropología, huérfana de padres,
empleada en la empresa de transporte de su tío.
—A mí los cementerios no me gustan— puede haber dicho Luis
Fondebrider, estudiante de primer año de antropología, empleado de una empresa
de fumigación de edificios.
—Yo nunca hice una exhumación— dijo Mercedes Doretti,
estudiante avanzada de antropología, fotógrafa y empleada de una biblioteca
circulante.
Pero después pensaron que no perdían nada si iban a escuchar,
y así fue como a las siete de la tarde del 14 de junio de 1984, Patricia
Bernardi, Mercedes Doretti, Luis Fondebrider -y Douglas Cairns- se encontraron
con Clyde Snow -y Morris Tidball Binz- en un hotel del centro de Buenos Aires
llamado Hotel Continental.
—Clyde nos pareció un tipo raro, pensábamos “Cómo toma este
viejo, cómo fuma” —dice Patricia Bernardi—. Nos invitó un trago, y cuando nos
explicó lo que quería hacer creí que se nos iba a ir el apetito. Pero después
nos llevó a comer, y nosotros éramos estudiantes, nunca habíamos ido a un
restaurante elegante. Comimos como bestias. Pero teníamos miedo. El país estaba
muy inestable, y pensábamos “Si acá vuelve a pasar algo, este gringo se va a su
país, pero nosotros nos tenemos que quedar”.
Esa noche se despidieron de Clyde Snow con la promesa de
pensar y darle una respuesta.
“Me sentí conmovido, pero no tenían experiencia —contaba
Clyde Snow años después al diario Página/12—. Les dije que el trabajo iba a ser
sucio, deprimente y peligroso. Y que además no había plata. Me dijeron que lo
iban a discutir y que al día siguiente me iban a dar una respuesta. Pensé que
era una manera amable de decirme ‘chau, gringo’. Pero al día siguiente estaban
ahí”.
Al día siguiente estaban ahí.
—Decidimos que íbamos a probar con esa exhumación, y que
después veíamos si seguíamos con otras —dice Patricia Bernardi—. Nos
encontramos temprano, en la puerta del hotel, y nos llevaron al cementerio en
los autos de la policía. Fue raro subirnos a esa cosa. Y después nos íbamos a
subir a esos autos tantas veces. Yo nunca había estado en un enterratorio, pero
con Clyde lo difícil pareció ser un poco más fácil. Él se tiraba con nosotros
en la fosa, se ensuciaba con nosotros, fumaba, comía dentro de la fosa. Fue un
buen maestro en momentos difíciles, porque una cosa es levantar huesos de
guanaco o de lobos marinos y otra el cráneo de una persona. Cuando empezaron a
aparecer los restos, la ropa se me enganchaba en el pincel, y yo preguntaba
“¿Qué hago con la ropa?”. Y Clyde me miraba y me decía “Seguí, seguí”. Ese día
levantamos los restos, nos fuimos a la morgue, y resultó que no eran los que
buscábamos. Clyde se puso a discutir algo sobre la trayectoria de un proyectil
con el personal de la morgue. Nosotros no entendíamos nada. Estaban los
familiares ahí, y yo le dije al juez “Digalé que no son los restos, esta gente
ya pasó por mucho”. Cuando les dijo, el llanto de los familiares fue algo
que... Salimos de ahí a las tres de la mañana. Fue la exhumación más larga de
mi vida.
Pero siguieron tantas. Entre 1984 y 1989 Clyde Snow pasó más
de veinte meses en la Argentina, y en cada uno de sus viajes los estudiantes lo
acompañaron a hacer exhumaciones, internándose de a poco en las aguas de esa
profesión que no tenía —en el país— antecedentes ni prestigio.
—Nadie entendía lo que hacíamos. ¿Sepultureros
especializados, médicos forenses? —dirá Mercedes Doretti desde Nueva York—. La
academia nos miraba de reojo porque decían que no era un trabajo científico.
Con poco más de veinte años, empleados mal pagos de empleos
absurdos, estudiantes de una carrera que no los preparaba para un destino que
de todos modos no podían sospechar, pasaban los fines de semana en cementerios
de suburbio, cavando en la boca todavía fresca de las tumbas jóvenes bajo la
mirada de los familiares.
—La relación con los familiares de los desaparecidos la
tuvimos desde el principio –dirá Luis Fondebrider—. Teníamos la edad que tenían
sus hijos en el momento de desaparecer y nos tenían un cariño muy especial. Y
estaba el hecho de que nosotros tocábamos a sus muertos. Tocar los muertos crea
una relación especial con la gente.
Como tenían miedo, iban siempre juntos. Y, como iban siempre
juntos, empezaron a llamarlos “el cardumen”. No hablaban con nadie acerca de lo
que hacían y, para hablar de lo que hacían, se reunían en casa de Patricia, de
Mercedes.
—Todos soñábamos con huesos, esqueletos —dirá Luis
Fondebrider— Nada demasiado elaborado. Pero nos contábamos esas cosas entre
nosotros.
—Todos teníamos pesadillas —dirá Mercedes Doretti—. Un día me
desperté a los gritos, soñando con una bala que salía de una pistola, y me
desperté cuando la bala estaba por impactarme en la cabeza. La sensación que
tuve fue que me estaba muriendo y pensaba “¿Cómo no me di cuenta de que esto
venía, cómo no me di cuenta de que me estoy muriendo inútilmente, cómo no me di
cuenta de que no tenía que meterme acá?”.
En 1985 viajaron a la ciudad de Mar del Plata, a exhumar los
restos de una desaparecida, seguros como estaban de estar del lado de los
buenos. Las Madres de Plaza de Mayo, la agrupación de mujeres que busca a sus
hijos desaparecidos, los estaban esperando.
—Querían frenar la exhumación —dirá Mercedes Doretti—. Decían
que Snow era un agente de la CIA y que el gobierno estaba tratando de tapar las
cosas entregando bolsas con huesos. Hubo insultos, fue duro. Ver que ellas, que
eran nuestras heroínas, estaban en contra fue muy fuerte. Finalmente exhumamos,
y después nos fuimos a la playa. Nos sentamos ahí, mirando el mar, compungidos.
Ese mismo año, Clyde Snow declaró en el Juicio a las Juntas
—donde se juzgaba a los militares que habían estado en el poder durante la
dictadura—, y proyectó una diapositiva de esa exhumación en Mar del Plata: una
mujer joven llamada Liliana Pereyra, el cráneo pleno de balas.
“Lo que estamos haciendo —decía Snow en Página/12— va a
impedir a futuros revisionistas negar lo que realmente pasó. Cada vez que
recuperamos un esqueleto de una persona joven con un orificio de bala en la
nuca, se hace más difícil venir con argumentos”.
El tiempo pasó, consiguieron financiación, alguna beca, y
cuando quedó claro que quizás podrían vivir de eso, algunos abandonaron sus
empleos. En 1987 se inscribieron como asociación civil sin fines de lucro bajo
el nombre de Equipo Argentino de Antropología Forense, con el objetivo de
practicar “la antropología forense aplicada a los casos de violencia de Estado,
violación de derechos humanos, delitos de lesa humanidad”. Después se unieron
al grupo Darío Olmo, estudiante de arqueología, empleado municipal; Alejandro
Incháurregui, estudiante de antropología y vendedor de boletos en el hipódromo;
Carlos Somigliana (Maco), estudiante de antropología y derecho, ayudante de los
fiscales Moreno Ocampo y Strassera durante el Juicio a las Juntas; Silvana
Turner, estudiante de antropología social, y Anahí Ginarte, estudiante de
antropología.
En 1988, cuando fueron convocados como peritos para excavar
en el sector 134 del cementerio de Avellaneda, un suburbio de Buenos Aires
donde los militares habían enterrado a cientos, pocos de ellos tenían más de
22.
La fosa de Avellaneda permaneció abierta dos años y sacaron
de allí trecientos treinta y seis cuerpos, casi todos con heridas de bala en el
cráneo, muchos todavía sin identificar.
***
El Equipo Argentino de Antropología Forense tiene sus
oficinas en dos departamentos idénticos, primer y segundo piso de un edificio
antiguo de estilo francés en el barrio de Once. Alrededor, vendedores
ambulantes, autos, buses, los peatones: la banda de sonido de una ciudad en uno
de sus puntos álgidos. El segundo piso no tiene nombre. El primer piso sí, y se
llama Laboratorio. Por lo demás, ambos tienen la misma cantidad de cuartos, los
mismos baños, cocina al fondo, y casi ninguna evidencia de vida privada. Los
muebles son nuevos y viejos, chicos y grandes, de maderas nobles y de fórmica.
Hay un cuadro, un póster del Metropolitan Museum, pero son cosas que llevan
demasiado tiempo allí: cosas que ya nadie ve. Hay pizarras, paneles de corcho
con tarjetas de delivery y postales de esqueletos bailando: las fiestas
latinoamericanas de la muerte. En un alféizar hay dos cactus pequeños y, en
todas las paredes, una profusión de planos y de mapas. Algunos, no todos,
tienen marcas. Algunas de esas marcas, no todas, señalan los centros
clandestinos de detención: sitios de los que proviene el objeto que aquí se
estudia.
La oficina donde trabaja Luis Fondebrider está en el segundo
piso. Él, Mercedes Doretti y Patricia Bernardi son los únicos que quedan del
grupo original: Douglas Cairns sólo ayudó, al principio, en un par de
exhumaciones; Morris Tidball Binz marchó en 1990 a trabajar en la Cruz Roja y
vive en Ginebra desde entonces. A fines de los noventa se unieron otras
personas —Miguel Nievas, Sofía Egaña, Mercedes Salado— y, durante mucho tiempo,
no fueron más de doce. Pero a principios del nuevo siglo la posibilidad de
aplicar la técnica de ADN a los huesos obligó a muchas incorporaciones, y ahora
son treinta y siete. En todos estos años, el equipo intervino en más de treinta
países, contratado por el Tribunal Criminal Internacional para la ex
Yugoslavia; la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de las Naciones
Unidas; las Comisiones de la Verdad de Filipinas, Perú, El Salvador y
Sudáfrica; las fiscalías de Etiopía, México, Colombia, Sudáfrica y Rumania; el
Comité Internacional de la Cruz Roja; la comisión presidencial para la búsqueda
de los restos del Che Guevara y la Comisión Bicomunal para los desaparecidos de
Chipre.
—Todos los salarios que recibimos por esas misiones
internacionales van a un fondo común —dice Luis Fondebrider—. No les cobramos a
los familiares por lo que hacemos. Nos sostenemos con la financiación de unos
veinte donantes privados europeos y norteamericanos y de algunos gobiernos
europeos. No tenemos apoyo de donantes privados ni asociaciones civiles
argentinas. Las asociaciones civiles apoyan eventos de Julio Boca, pero no
proyectos como este.
Ocultos, discretos, cada tanto la identificación de
alguien —en 1989 la de Marcelo Gelman,
el hijo de Juan Gelman, el poeta argentino radicado en México; en 1997 la del
Che Guevara, en Bolivia; en 2005 la de Azucena Villaflor, la fundadora de Madres
de Plaza de mayo, desaparecida en 1977— los empuja a la primera plana de los
diarios.
—Pero para nosotros —dice Luis Fondebrider— todos son
personas. El Che o Juan Pérez. Cuando fue lo del hijo de Gelman, fuimos Morris,
Alejandro y yo a Nueva York, a recibir un premio de una fundación, y lo fuimos
a ver a Gelman que vivía allá para contarle que habíamos identificado a su
hijo. A mí me resultó una figura muy intimidante, serio, parco. Nos quedamos a
dormir en su casa. Él se quedó toda la noche despierto, leyendo el expediente,
y al otro día nos hizo millones de preguntas. Fue raro. Yo nunca me había
quedado a dormir en la casa de una persona a la que hubiera ido a darle una
noticia así.
—¿Podrías imaginarte sin hacer este trabajo?
—Sí. No sé qué haría. Pero sí.
Todos dicen —dirán— lo mismo. Como si marcharan orgullosos
hacia el único futuro posible: la extinción.
***
En el piso inferior hay varios cuartos con mesas largas y
angostas cubiertas por papel verde. En la oficina donde suele trabajar Sofía Egaña
cuando está en Buenos Aires —36 años, llegada al equipo en 1999 cuando le
propusieron una misión en Timor Oriental y ella dijo sí y se marchó dos años a
una isla sin luz ni agua donde el ejército indonesio, en 1991, había matado a
doscientos mil— hay un escritorio, una computadora.
Click y una foto se abre: un cráneo. Otro click: el cráneo y
su orificio.
—Entró directo: una ejecución así, tuc, de atrás. ¿Tenemos
dientes? ¿Cómo lucen los dientes?
En dos días más, Sofía Egaña estará en Ciudad Juárez, donde
el equipo trabaja en la identificación de cuerpos de mujeres no identificadas o
de identificación dudosa y, hasta entonces, debe resolver algunas cuestiones
urgentes: tratar de vender la casa donde vive, quizás pedir un préstamo
bancario, quizás mudarse. En un panel de corcho, a sus espaldas, hay una
mariposa dibujada y una frase que dice Sofi te quiero con caligrafía de sobrina
infantil. Hay, también, una foto tomada durante su estadía en Timor:
—Esos son mis caseros. Ellos me alquilaban la casa donde
vivíamos. Cada tanto me llaman, para saber cómo estoy. Como yo no tengo
teléfono estable, tienen que llamar a casa de mis padres. Hace más de once años
que estoy viajando. No tengo placard. Tengo dos maletas. Pero cuando se junta
el hueso con la historia, todo cobra sentido. Delante de los familiares soy la
médica, el doctor. A llorar, me voy atrás de los árboles. No te podés poner a
llorar.
—¿Y con el tiempo uno no se acostumbra?
—No. Con el tiempo es peor.
Al final de un pasillo hay un cuarto oscuro, fresco, las
paredes cubiertas por estantes que trepan hasta el techo y, en los estantes,
cajas de cartón de tamaño discreto con la leyenda Frutas y Hortalizas.
—Cada caja es una persona. Ahí guardamos los huesos. Todas
están etiquetadas con el nombre del cementerio, el número de lote.
Al frente, en dos o tres habitaciones luminosas, cinco
mujeres jóvenes se inclinan sobre las mesas cubiertas con papel. Sobre las
mesas hay —claro— esqueletos.
***
El escritorio de Silvana Turner, en el piso superior, está
rodeado de cajas que dicen Kosovo, Togo, Sudáfrica, Timor, Paraguay: la ruta de
las mejores masacres del siglo que pasó. Silvana Turner lleva el pelo corto, el
rostro limpio. Llegó al equipo en 1989.
—Si el familiar no tiene deseos de recuperar lo restos, no
intervenimos. Nunca hacemos algo que un familiar no quiera. Pero aún cuando es
doloroso recibir la noticia de una identificación, también es reparador. En
otros ámbitos esto suele hacerse como un trabajo más técnico. Es impensable que
la persona que estudia los restos haya hecho la entrevista con el familiar,
haya ido a campo a recuperar los restos, y se encargue de hacer la devolución.
Nosotros hemos hecho eso siempre.
En todos estos años lograron trecientas identificaciones con
restitución de restos y —cruzando datos, rastreando documentación— pudieron
conocer y notificar el destino de trecientas personas más cuyos restos nunca
fueron encontrados.
—Si yo tuviera que definir un sentimiento con respecto al
trabajo es frustración. Uno quisiera dar respuestas más rápido.
A metros de aquí hay otro cuarto donde las cajas llevan el
nombre de cementerios argentinos: La Plata, San Martín, Ezpeleta, Lomas de
Zamora, Ezeiza.
La tarea fue amplia. La obra puede ser interminable.
***
Llueve, pero adentro es seco, tibio. Es martes, pero es
igual.
En una de las oficinas del laboratorio habrá, durante días,
un ataúd pequeño. Lo llaman urna. En urnas como esa devuelven los huesos a sus
dueños.
—¿Ves? —dice una mujer con rostro de camafeo, una belleza
oval—. Esto, la parte interna, se llama hueso esponjoso. Y hueso cortical es la
externa.
Bajo sus dedos, el esqueleto parece una extraña criatura de
mar, al aire sus zonas esponjosas.
—Esto es un pedacito de cráneo. En el cráneo, el hueso
esponjoso se llama diploe.
Cuando termine de reconstruir —de numerar sus partes, sus
lesiones, de extender lo que queda de él sobre la mesa— el esqueleto volverá a
su caja, y esa pequeña paciencia de mujer oval terminará, años después —si hay
suerte— con un nombre, un ataúd del tamaño de un fémur y una familia llorando
por segunda vez: quizás por última.
En el vidrio de una de las ventanas que da a la calle hay un
papel pegado: la cuadrícula de una fosa y el dibujo de 16 esqueletos. Al pie de
cada uno hay anotaciones: cinco postas más tapón de Itaka, desdentado en
maxilar superior, cinco proyectiles. Ninguno tiene nombre, pero sí edad —30 en
promedio— y sexo: casi todos hombres. Desde la calle, cualquiera que mire hacia
arriba puede ver ese papel pegado a la ventana. Pero lo que se vería desde allí
es una hoja en blanco. Y, de todos modos, nadie mira.
***
Una puerta se abre como un suspiro, se cierra como una pluma.
Mercedes Salado deja una caja liviana –que reza Frutas y Hortalizas- sobre un
escritorio. Después dice buen día y enciende el primero de la hora. Es
española, bióloga, trabajó en Guatemala desde 1995, forma parte del equipo
desde 1997 y durante mucho tiempo sus padres, dos jubilados que viven en
Madrid, creyeron que el oficio de la hija no era un oficio honesto.
—Un día me llaman y me preguntan: “Oye, Mercedes, lo que tú
haces... ¿es legal?”. Claro, cuando yo empecé con esto no se sabía muy bien qué
cosa era Latinoamérica, y meterse en las montañas a sacar restos de
guatemaltecos... Mis padres tendrían miedo de que los llamaran diciendo «Su
hija está presa porque se ha robado a uno». Ahora en Madrid los vecinos me
saludan, como “uau, es legal”. Lo que me sorprende del equipo es la coherencia.
Se mantiene con proyectos, pero también hay un fondo común. Cada uno que sale
de misión internacional pone ese salario en el fondo común. Y es un sistema
comunista que funciona. Se hace porque se cree en lo que se hace. Nadie hubiera
estado veinte años cobrando lo que se cobra si esto no le gusta. Pero este
trabajo tiene una cosa que parece como muy romántica, como muy manida. Y es que
esto no es un trabajo, sino una forma de vida. Está por encima de tu familia,
de tu pareja, por encima de tu perspectiva de tener hijos. Nos hemos olvidado
de cumpleaños, de aniversarios de boda, pero no nos hemos olvidado de una cita
con un familiar. Y en el fondo es tan pequeño. ¿Qué haces? Encuentras la
identidad de una persona. Es la respuesta que la familia necesitaba desde hace
tanto tiempo... y ya. Y eso es todo. Pero cuando le ves el rostro a la gente,
vale la pena. Es una dignificación del muerto, pero también del vivo.
Después, con una sonrisa suave, dirá que tiene un trauma: que
no puede meter cráneos dentro de bolsas de plástico, y cerrarlas.
—Me da angustia. Es estúpido, pero siento que se ahogan.
***
Es viernes. Pero es igual.
Mujeres jóvenes, vestidas con diversas formas de la
informalidad urbana —piercings, pantalones enormes, camisetas superpuestas— se
afanan sobre las mesas del laboratorio.
Semana a semana, como si una marea caprichosa interminable los llevara
hasta ahí —más y menos enteros, más y menos lustrosos— los esqueletos cambian.
—Están mezclados. Ya tengo cinco mandíbulas, cinco individuos
por lo menos –dice Gabriela, mientras pega dos fragmentos de hueso.
Son horas de eso: mirar y pegar, y después todavía rastrear
lesiones compatibles con golpes o balas, y después aplicar la burocracia: tomar
nota de todo en fichas infinitas.
Mariana Selva —los ojos claros, las uñas cortas, rojas—
prepara unos restos para llevar a rayos: un cráneo, la mandíbula.
—A veces ves los huesos de un chico de veinte años con nueve
balazos en la cabeza y decísa y, dios, pobre chico, qué saña. Pero no podés
estar llorando, ni pensando en cómo fueron todas esas muertes, porque no
podrías trabajar.
Analía González Simonett lleva un aro en la nariz, casi
siempre vincha. Es, con Mariana, una de las últimas en llegar al equipo.
—A mí lo que me sigue pareciendo tremendo es la ropa. Abrir
una fosa y ver que está con vestimenta. Y las restituciones de los restos a los
familiares. Acá una vez hubo una restitución a una madre. Ella tenía dos hijos
desaparecidos, y los dos fueron identificados por el equipo. La llevamos donde
estaban los restos. Antes de ponerlos en una urna los extendemos, en una mesa
como esas. “Josecito”, decía, y tocaba los huesos. “Ay, Josecito, a él le
gusta...”. La forma de tocar el hueso era tan empática. Y de repente dice “¿Le
puedo dar un beso en la frente?”.
El 6 de enero de 1990
los restos de Marcelo Gelman fueron velados en público. Pero antes su madre,
Berta Schubaroff, quiso despedirse a solas. A puertas cerradas, en las oficinas
del equipo, trece años después de haberlo visto por última vez, al fruto de su
vientre lo besó en los huesos.
***
En el escritorio de Miguel Nievas hay un cráneo de plástico
que es cenicero, un dactilograma, un esquema de ADN nuclear, una biblioteca,
libros, mapas. Es un cuarto interno, con una sola ventana y poca luz. Miguel
Nievas tiene apenas más de treinta. Vivía en Rosario, una ciudad del interior,
y entró al equipo a fines de los años noventa.
—Yo trabajaba en la morgue de Rosario, estaba estudiando unos
restos óseos y necesitaba ayuda. Llamé por teléfono.
Me atendió Patricia, me preguntó si podía viajar con los
huesos a Buenos Aires. Y vine. Seguí colaborando en algunas cosas desde allá y
después, en el 2000, me preguntaron si podía ir a Kosovo. Yo dije que sí, pero
la verdad es que no sabía dónde iba. Cuando el avión aterrizó en Macedonia, y
vi tanques, soldados, pensé “Dónde carajo me metí”. No hablaba una palabra de
inglés y en la morgue hacíamos treinta o cuarenta autopsias todos los días. Nos
habían dado un curso obligatorio de explosivos, pero yo no hablaba inglés y lo
único que entendí fue don’t touch. Cuando volví me quedé trabajando acá. Me
enganché con el trabajo en la Argentina. Cuando empezás a investigar un caso
terminás conociendo a la persona como si fuera un amigo tuyo. Necesitás poner distancia,
porque todo el día relacionado con esto, te termina brotando. Cada uno tiene su
forma de brotarse.
—¿Y la tuya es...?
—La soriasis. Y hace años que no recuerdo un sueño.
***
Patricia Bernardi dice que tiene deformaciones profesionales.
La más notoria: le mira los dientes a las personas.
—No me doy cuenta. Hablo y les miro la dentadura. Porque
nosotros siempre andamos buscando cosas en los dientes. Y el otro día vino el
contador con una radiografía, y le dije “Che, por qué no dejás alguna acá, por
las dudas”.
Se ríe. Pero siempre se ríe.
—Yo nunca pude aguantar a los muertos. Les tengo pánico. A mí
me hacés cortar un cadáver fresco y me muero. Pero con los huesos no me pasa
nada. Los huesos están secos. Son hermosos. Me siento cómoda tocándolos. Me
siento afín a los huesos.
Pasa las páginas de un álbum de fotos.
—Este es el sector 134, en Avellaneda.
Un terreno repleto de maleza. Después, la tierra cruda.
Después abierta. Después los huesos. Y un edificio viscoso con paredes
cubiertas de azulejos.
—Esa es la morgue donde trabajaban ellos.
Ellos.
—Habían hecho un portón que daba a la calle, para poder
entrar los cuerpos directamente desde ahí. En la puerta de la morgue había un
cartel que decía “No cague adentro”. Cuando empezamos a trabajar no lo hicimos
público. Nos daba miedo. Teníamos un policía de seguridad de la misma comisaría
que antes tenía la llave para meter cuerpos en esa fosa.
En un rato tocarán el timbre y Patricia bajará las escaleras
con una urna pequeña. Allí, en esa urna, llevará los restos de María Teresa
Cerviño, que en mayo de 1976 apareció colgada de un puente con un cartel, una
inscripción —Yo fui montonera—, la cabeza cubierta por una bolsa, los ojos y la
boca tapados con cinta adhesiva. Todas las pistas indicaban que había terminado
en la fosa común de Avellaneda. Su madre nombró al equipo como perito en la
causa judicial que inició en 1988 buscando los restos de su hija. Durante todos
estos años, Patricia supo que María Teresa Cerviño estaba ahí, era alguno de
todos esos huesos.
—Yo decía “Sé que está, pero dónde, cuál será”. Y el año
pasado, diecinueve años después, apareció.
Hay sitios así. Sitios donde todas las cosechas son tardías.
***
Cuando Darío Olmo llegó al equipo, invitado por Patricia
Bernardi en 1985, era un estudiante de antropología de 28 años, agonizando en
manos de un empleo que lo frustraba: recibir expedientes en la mesa de entrada
de una dependencia de gobierno.
—Me cayó muy bien el viejo, Snow. Yo no entendía una palabra
de inglés, pero nos entendíamos en el idioma universal de los vasos. Este
trabajo me salvó. Yo tomaba bastante, trabajaba caratulando expedientes, no era
un buen alumno en la facultad. Esto era lo opuesto a la rutina. Un trabajo
entre amigos, y enseguida creamos una
relación rara, inusual. Cuando la compañera de uno de nosotros estuvo enferma,
Patricia tenía el dinero de un departamento que había vendido y le llevó toda
la plata. «Hacé lo que necesites», le dijo. Esta gente es la que yo más conozco
y la que más me conoce. Para bien y para mal. A mí el trabajo este no me daña.
Al contrario. Esto es lo más interesante que me pasó en la vida. ¿Qué
posibilidades tiene un estudiante de arqueología como yo de conocer el Congo
más que con un trabajo demencial como este? La gente se horroriza. Vos le decís
que viajás a ver fosas comunes y morgues y cementerios, y a la gente la parece
horroroso. Pero a mí me resultaría difícil sentarme en un kiosco de dos metros
cuadrados y esperar que me vengan a comprar caramelos. La verdad es que la
única parte mala del laburo son los periodistas. Un periodista es una persona
que llega al tema y tiene que hacer una especie de curso intensivo, hacer su
nota, y es difícil que capte esta complejidad. Me gustaría que, simplemente, no
les interese.
***
Son las siete de la tarde de un viernes y en un aula de la
Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, Sofía Egaña y Mariana
Selva dan una clase sobre huesos en general, lesiones en particular, a un grupo
pequeño de estudiantes.
—El hueso fresco tiene contenido de humedad y reacciona
distinto a la fractura que el hueso seco. El hueso se mantiene fresco aún
después de la muerte. Entonces el diagnóstico se hace según la forma de la
fractura, la coloración –dice Mariana Selva mientras proyecta imágenes de
huesos rotos y secos, rotos y húmedos, rotos y blancos.
—Los rastros de la vida se ven en los huesos —dirá después,
sobre un esqueleto extendido, Sofía Egaña—. ¿Ven los picos de artrosis? ¿Cómo
verían a esta mandíbula? Tóquenla, agárrenla. ¿Qué les puede decir esta
dentición?
Cuando el equipo se formó, la antropología forense no existía
como disciplina en el país. Ellos aprendieron en los cementerios, desenterrando
personas de su edad —vomitando al descubrir que tenían sus mismas zapatillas—,
leyendo el rastro verde de la pólvora en la cara interna de los cráneos. Y
después, todavía, se enseñaron entre ellos. Ahora son generosos: aquí comparten
el conocimiento. Esparcen lo que les sembraron.
***
El día es gris.
Patricia Bernardi toma el teléfono, marca un número, alguien atiende.
—Sí, buenas tardes, estoy buscando a la señora X.
–...
—Ah, buenas tardes, señora, habla Patricia Bernardi, del
Equipo Argentino de Antropología Forense. No sé si sabe a qué se dedica esta
institución.
—...
—Bueno, muchas gracias, adiós.
El tono de Patricia es dulce y no hay fastidio cuando cuelga:
cuando no la quieren atender. En 2007, cuando se cumplieron años de la muerte
del Che, los medios sacaron sus máquinas de hacer efemérides y todas apuntaron
a los miembros del equipo que, convocados por el gobierno cubano, habían estado
allí.
—A veces me siento obligada a decir que fue un orgullo haber
participado en esa exhumación, pero era todo muy tenso. Nosotros estuvimos
cinco meses, nos retiramos, y volvimos cuando los cubanos encontraron la fosa
del Che, en julio de 1997. Me llamaron a mí, era un sábado. No me acuerdo si
llamó el cónsul o el embajador de Cuba, y me dijo “Encontraron unos huesos”.
Cuando llegamos ya había dos o tres peleándose por ver quién sacaba la foto. A
mí lo que sí me marcó un antes y un después fue El Petén, en Guatemala. Ahí en
1982 un pelotón del ejército ejecutó a cientos de pobladores. Nosotros sacamos
ciento sesenta y dos cuerpos. En su mayoría chicos menores de doce años. Y no
tenían heridas de bala porque para ahorrar proyectiles les daban la cabeza
contra el borde del pozo y los arrojaban. Llega un momento que te acostumbrás a
los huesitos chiquitos, porque son muy lindos, hermosos, perfectos. Pero lo que
te traía a la realidad era lo asociado.
Lo asociado.
—Los juguetes.
En el edificio contiguo hay un instituto de peluquería y
depilación. Desde las ventanas se pueden ver, todos los días, señoras cubiertas
por mantelitos de plástico y pelos envueltos en cáscaras de nylon como merengues
flojos. Pero da igual: aquí nadie las mira.
***
En la oficina de Carlos Somigliana —Maco— hay profusión de
papeles, dibujos de niños, pilas de cosas que buscan su lugar como en un
camarote chico. Desde que entró en el equipo, en 1987, se dedicó a atar cabos y
a enseñar a los demás a hacer lo mismo: entrevistar familiares, buscar
testimonios, cruzar información.
—Mientras el Estado llevaba adelante una campaña de represión
clandestina, seguía registrando cosas con su aparato burocrático. Es como una rueda
grande y una rueda pequeña. Vos podés conocer lo que pasa en la primera por lo
que pasa en la segunda. Ahora hay una urgencia con respecto al trabajo que no
aparecía tan fuerte cuando éramos más jóvenes, y que tiene que ver con la
sobrevida de la gente a la que le vamos a contar la noticia de la
identificación. Llegás a una familia para contar que identificaste al familiar
y te dicen “Ah, mi padre se murió hace un año”. Y cuando te empieza a pasar
seguido decís “me tengo que apurar”.
—¿Podrías dejar de hacer este trabajo?
—Sí. Yo quiero terminar este trabajo. Para mí es importante
creer que puedo prescindir. Este trabajo ha sido muy injusto en términos de
otras vidas posibles para muchos de nosotros.
—¿Y afectó tu vida privada?
—Sí.
—¿De qué forma?
—Ninguna que se pueda publicar.
—Entonces tiene partes malas.
—Por supuesto que tiene partes malas. Cuando vos sos el
familiar de un desaparecido, tuviste que aceptar la desaparición, la aceptaste,
estuviste treinta años con eso. Te acostumbraste. De golpe viene alguien y te
dice no, mire, eso no fue como usted pensaba, y además encontramos los restos
de su hijo, su hija. Es una buena noticia. Pero te hace mierda. Es como una
operación, es para algo bueno. Pero te lastima. Cuando vos te das cuenta que la
lastimadura es muy fuerte, hasta qué punto no estás haciendo cagada al remover
esas cosas. Pero no hay nada bueno sin malo. Lo cual te lleva a la otra
posibilidad mucho más perturbadora: no hay nada malo sin bueno.
En alguna parte una mujer dice «Mi hermano desapareció el
cinco del diez del setenta y ocho» y entonces alguien, discretamente, cierra
una puerta.
***
—Mi nombre es Margarita Pinto y soy hermana de María Angélica
y de Reinaldo Miguel Pinto Rubio, los dos son chilenos, militantes de
Montoneros. Desaparecieron en 1977. Mi hermana tenía 21 años. Mi hermano, 23.
Margarita Pinto dice eso en el espacio para fumadores de la
confitería La Perla, del Once, a cuatro cuadras de las oficinas del equipo.
Después dice que los restos de su hermana fueron identificados por los
antropólogos en 2006.
—El dolor de tener un familiar desaparecido es como una
espinita que te toca el corazón, pero te acostumbrás. Y cuando me dijeron que
habían encontrado los restos, yo estuve con una depresión grande. No quise ir a
verlos. Fui nada más al homenaje que le hicimos en el cementerio. Esto es como
una segunda pérdida, pero después es un alivio. Los antropólogos hablan de mi
hermana como si la hubiesen conocido. Y yo la busqué tanto. Cuando desapareció
yo era chica, y empecé a visitar a los padres de algunos compañeros de ella.
Una vez fui a ver a un matrimonio grande. En un momento, la señora se levantó y
se fue y el hombre me dijo que disculpara, que la señora estaba muy mal. Que
todos los días se levantaba muy temprano para desarmar la cama de su hijo. Y yo
ahí, preguntando por mi hermana. Uno a veces hace daño sin darse cuenta.
El cielo gris. Brilla en sus ojos.
***
El 26 de septiembre de 2007, Mercedes Doretti recibió una
beca de la fundación MacArthur dotada de quinientos mil dólares y, como hacen e
hicieron siempre con las becas, los premios y los sueldos de las misiones internacionales,
donó el dinero al fondo común con que el equipo se financia.
—La beca es personal —dice Mercedes Doretti— pero yo no
trabajo sola.
Ella fue la primera mujer miembro del equipo en ser madre, un
año atrás. La segunda fue Anahí Ginarte, que vive en la ciudad de Córdoba desde 2003, cuando viajó
allí para trabajar en la fosa común del cementerio de San Vicente, un círculo
de infierno con cientos de cadáveres, y conoció al hombre que les alquilaba la
pala mecánica para remover la tierra, se enamoró, tuvo una hija.
—Es mucha adrenalina, muy romántico, pero también es ver la
vida de los otros y no tener una vida propia —dice Anahí Ginarte—. Yo estuve un
año sin pasar un mes entero en Buenos Aires. Tenía un departamento donde no
había nada, ni una planta, cerraba con llave y me iba. Pero decidí parar.
Salvo ellas dos —Mercedes, Anahí— ninguna de las mujeres que
llevan años en el equipo tiene hijos.
***
A mediados de 2007, el equipo, la Secretaría de Derechos
Humanos de la Nación y el Ministerio de Salud firmaron un convenio para crear
un banco de datos genéticos de familiares de desaparecidos a través de una
campaña que solicita una muestra de sangre para cotejar el ADN con el de seiscientos
restos que todavía no han podido ser identificados. El proyecto se llama
Iniciativa Latinoamericana para la Identificación de Personas Desaparecidas, y
hace días que aquí no se habla de otra cosa: de la iniciativa que se iniciará.
Esta mañana, Mercedes Salado y Sofía Egaña revolotean
alrededor de un hombre encargado de instalar la impresora de códigos de barras
de la que saldrán miles de etiquetas que identificarán la sangre de los
familiares.
—A ver, vamos a probar –dice el hombre.
Aprieta un comando y la pequeña impresora se estremece,
tiembla como un hámster y escupe uno,
dos, diez, veinte códigos de barras.
—Es muy emocionante —dice Mercedes—. Llevamos años esperando
esto.
En las semanas que siguen todos se dedican a una tarea
cándida: ensobran formularios para enviar
a los cuatro
rincones del país.
Un día, ya
de noche, Mercedes
Salado, descalza, sentada en el
piso junto a una caja repleta de sobres que dicen Tu sangre puede ayudar a identificarlo,
fuma y conversa con Patricia Bernardi.
—Si logran identificar a todos, se van a quedar sin trabajo.
—Ojalá.
Una radio vieja esparce la canción “I will survive”.
***
Miércoles. Nueve y media de la mañana. Desde una de las
oficinas del primer piso llegan ráfagas de conversación:—El hermano de ella
está desaparecido.—No puede haber un estudiante de medicina de 60 años. ¿Por
qué no volvemos a mirar la información?
—Ese Citroën rojo... alguien dijo algo de ese Citröen rojo.
Inés Sánchez, Maia Prync y Pablo Gallo trabajan haciendo
investigación preliminar: a través de fuentes escritas, orales, diarios,
generan hipótesis de identidad para los huesos. Inés Sánchez, apenas más de
veinte, es hija de desaparecidos.
—Yo llegué al equipo hace dos años, más o menos. Nuestra
tarea es hacer hipótesis de identidad sobre un conjunto de personas en base a
exhumaciones que ya se hicieron. Para eso vemos qué centro clandestino
utilizaba un determinado cementerio, en qué fechas hubo traslados.
Selva Varela tiene porte de bailarina, pelo largo, ojos
claros, gafas. Está inclinada sobre una de las mesas. En el hueco de la mano,
apretado contra el pecho, abraza un cráneo como quien acuna. Tiene treinta años
y está en el equipo desde 2003. Sus padres fueron secuestrados por los
militares y ella adoptada por compañeros de militancia que, a su vez, fueron
secuestrados en 1980. Se crió con vecinos, abuela, una tía, y en 1997 llegó al
equipo buscando a sus padres.
—Después
estudié medicina, antropología, y cuando me dijeron que acá faltaba gente, vine
y quedé. Pero no estoy acá buscando a mis viejos. Pienso en los familiares de
las víctimas, pienso que está bueno que la sociedad sepa lo que pasó.
En un rato habrá clima de euforia y desconcierto: un cráneo
al que creían un error no resultó lo que pensaban: un intruso. La buena noticia
—la mala noticia— es que es el cráneo de un desaparecido. Lo levantan, lo miran
como a una fruta mágica, magnífica.
—¿Y si es el padre de...?
Es una buena tarde. Por tanto. Por tan poco.
***
Diez de la mañana: el cielo sin una nube. El cementerio de La
Plata se prodiga en bóvedas, después en lápidas, después en cruces. Y allí,
entre esas cruces, hay dos tumbas abiertas y el rayo negro del pelo de Inés
Sánchez. El sol chorrea sobre su espalda que se dobla. Alrededor, pilas de
tierra, baldes, palas: cosas con las que juegan los niños.
—Vamos bien. Encontramos los restos de las tres mujeres que
veníamos a buscar —dice Inés.
Limpia con un pincel el fondo, los pies abiertos para no
pisar los huesos: un cráneo, las costillas.
Al otro lado de un muro de bóvedas, en una zona de sombras
frescas, Patricia Bernardi, tres sepultureros, un hombre y dos mujeres rodean a
Maco que —bermudas, sandalias— saca tierra a paladas de una fosa. Los
sepultureros se mofan: dicen que no debe cavarse con sandalias, que va a perder
un dedo. Él sonríe, suda. Cuando bajo la pala aparece un trapo gris —la ropa—
Maco se retira y Patricia se sumerge. Cerca, entre los árboles, una mujer de
rasgos afilados camina, fuma. Está aquí por los restos de Stella Maris, 23
años, estudiante de medicina, desaparecida en los años setenta: su hermana.
Patricia saca tierra con un balde y los huesos aparecen, enredados en las
raíces de los árboles.
—Está boca arriba y tiene una media.
Las medias son valiosas: bolsas perfectas para los carpos
desarmados.
—El cráneo está muy estallado. Acá hay un proyectil. En el
hemitórax izquierdo, parte inferior. Tiene las manos así, sobre la pelvis.
Después, levantan el esqueleto de su tumba: hueso por hueso,
en bolsas rotuladas que dicen pie, que dicen dientes, que dicen manos. La mujer
de rasgos afilados se asoma.
—No sé si es mi hermana —dice—. Tiene los huesos muy largos.
—No te guíes por eso –le dice Maco.
En otra de las fosas alguien encuentra un suéter a rayas, un
cráneo con tres balazos, redondos como tres bocas de pez: los huesos de mujer
son gráciles.
Mañana, en un cuarto discreto del barrio de Once, sobre los
diarios con noticias de ayer y bajo la luz grumosa de la tarde, se secarán los
huesos, el suéter roto, el zapato como una lengua rígida.
Pero ahora, en el cementerio, la tarde es un velo celeste
apenas roto por la brisa fina.