Elementos de titulación

 


ELEMENTOS DE TITULACIÓN


Además de las noticias, crónicas, entrevistas, editoriales y notas de opinión y de investigación, los diarios y revistas están compuestos por textos de otra naturaleza: los elementos de titulación. Cada uno de estos elementos tiene lógicas propias que dependen de su carácter particular e intrínseco y/o de las características del medio (con sus intereses y sus subjetividades).

  Una de las funciones principales de los elementos de titulación es poner de relieve determinados datos o claves de las noticias y/o textos de otros géneros que componen la publicación. Esta puesta en relieve es a partir de las propias lógicas de los elementos pero, también, de su ubicación gráfica en las páginas y del destaque a partir de cuerpos de letra mayores, que constituyen entre sí mismos un sistema de jerarquización.

  En combinación con fotografías, avisos publicitarios, cajas, cuadros e infografías, los elementos de titulación configuran, también, la estética y composición gráfica del medio. El conjunto de estos recursos, a la vez, compone lo que en un medio gráfico se llama “primera línea de lectura”: es lo que “salta a la vista”, del lector, los elementos por los que el lector “entra” al medio o a las páginas.

  La redacción y puesta en medida de los elementos de titulación son responsabilidad de los editores. Hay varias razones, sin embargo, para que un periodista se ocupe de escribirlos. Iniciativa propia, por  ejemplo. O, directamente, falta de editor (en medios pequeños o medianos, muchas veces, es necesario cumplir más de una función). Tras la diagramación de las páginas, queda establecido cuántas líneas y caracteres tendrá cada elemento de titulación y, de acuerdo a estas dimensiones, “medidas de caja”, se escribirán los textos correspondientes.

  Estas lógicas de jerarquización que implican los titulares funcionan de cara al texto al que refieren, pero también a los textos entre sí. Así, lo más relevante de una edición irá destacado en la tapa, que suele tener, además, alguna noticia destacada por sobre las otras en materia de espacio, ilustración y recursos de titulación empleados. Del mismo modo, ya páginas adentro, cada sección suele iniciarse con el texto más importante de esa sección, al que se le destinará mayor cantidad de recursos y espacio.
   
  A continuación, algunas explicaciones y lógicas de funcionamiento de estos recursos.


TÍTULOS
  El título es el nombre de la nota y, tipográficamente, es lo que más resalta de entre los elementos de titulación. Procura sintetizar lo que se informa o lo que se trata en el texto (la síntesis puede ser una frase, también). Alude a “la idea principal” del texto; es “su imagen”. También procura llamar la atención del lector, pero esto no implica venderle cualquier bolazo que, tras la lectura del texto, conduzca al desengaño. Suele hacer hincapié en lo novedoso y procura ser original. En general no son demasiado extensos: es que ser demasiado extenso, aquí, es ir contra la idea de síntesis. En su manual de estilo el diario El país de España estipula un máximo de 13 palabras.

  Históricamente, los títulos evolucionaron de simples rótulos temáticos, que enunciaban de qué trataría el texto, hacia un contenido informativo que busca atraer la atención del lector y resumir en pocas palabras lo central de la noticia u otros géneros. La multiplicación de los medios, el aumento del caudal de información y también la velocidad de transmisión jugó un papel en esa evolución y sigue, cada vez más vertiginosamente, produciendo cambios en el modo de titular. Tiene lógica: de pocos diarios a muchísimos, de una entrega diaria (el matutino en el kiosco) a la constante renovación de los portales de internet de los mismos diarios. En esta “competencia”, entonces, la búsqueda de originalidad de enfoque pretende en el medio gráfico contrarrestar la instantaneidad de sus competidores (y aquí puede agregarse la radio y la tevé). Algo así como decir: “Ellos lo dieron al toque, pero nosotros pensamos con más tiempo, miramos mejor, y lo anunciamos desde otro lado. (Y esto se extiende a la naturaleza de los textos, también).

  Así como cada vez es más difusa la frontera o las reglas entre los propios géneros, también resulta más difícil distinguir entre los modelos básicos de titulación. Un par de categorías, apenas, a riesgo de ser groseramente esquemático: hay periódicos “serios”, que apelan a títulos más largos e informativos, que no abusan del “impacto” y buscan corrección sintáctica; y hay periódicos “populares”, que prefieren títulos cortos, “imaginativos” (está difícil muchas veces distinguir del chiste fácil), contundentes, de explosión. Esta clasificación, por otra parte, varía en algunos medios entre una sección y otra: diarios que son solemnes en política y economía y jodones en espectáculos y  deportes.

  Hay, además, algunas clasificaciones de títulos. Están los “expresivos”, que aluden a hechos que se presuponen conocidos “Argentina es de oro” (ante algún campeonato ganado); están los “apelativos”,  condimentados con adjetivos tremendistas y/o espamentosos; están los “temáticos”, que no aluden a lo noticioso en sí pero sirven para encarar artículos, editoriales, columnas de opinión; y están los “informativos”, que explican la noticia y su relación con el contexto y la actualidad.


VOLANTA
   Es una línea que se ubica por encima del título y lo complementa, agregándole información y/ o dándole contexto. En un título que apele a una declaración textual de un entrevistado, por ejemplo, puede sumarle el nombre del protagonista y el marco en el que fue dicha la cita. A veces es, apenas, una o dos palabras, que ubica temática, temporal o geográficamente. Como se complementa con el título, no repite palabras significativas ya utilizadas en esa instancia.


BAJADA
   Se ubica por debajo del título y cumple la función de empezar a desarrollar lo anunciado en título y bajada y, también, anticipar otros aspectos relevantes del texto que hayan quedado fuera de aquella primera instancia. Su extensión varía; casi nunca es una línea y por lo general anda entre dos y cuatro, pero abundan los casos en los que se extiende a muchas líneas más, pongamos diez, doce. Esta extensión suele variar de acuerdo a la importancia que al texto se le de en cuanto a espacio y desarrollo. En algunos casos son oraciones cortas, tres o cuatro frases que sintetizan el contenido del texto; en otros se trata de textos más redactados que cumplen la misma función. Varía, ahí, el tono: el primero más “telegráfico”, el segundo más “contado”.


EPÍGRAFES
   Es el texto que acompaña a fotografías, mapas, cuadros y otros elementos ilustrativos/informativos gráficos. Sirve, el epígrafe, para vincular a estos materiales con la noticia o la crónica o lo que sea. Suelen tener una línea (aunque a veces haya un par, y más excepcionalmente tres o cuatro). Suelen tener, también, una sola oración. Sirven para agregar información o rescatar, poner en relieve, alguna del texto. En algunos casos, un epígrafe es común a tres o cuatro fotografías. En general, como pautas, los epígrafes no deben repetir lo ya dicho en título, volanta y bajada; tampoco deben ser obvios ni ponerse a contar lo que la imagen, por sí misma, cuenta ya muy bien sin palabras.


DESTACADOS
   Es otro recurso para destacar información. Con una tipografía más grande, en general se ubican intercalados entre las columnas de texto (aunque en algunos casos se colocan al margen, de acuerdo a criterios de composición gráfica). El destacado es un tramo del texto que se estima importante y se busca poner en relieve.


VOLANTA DE PASE O CABEZAL TEMÁTICO
   Es un rótulo que sirve para identificar un tema que lleva varios días de tratamiento en los medios y que, se presupone, tendrá continuidad. Sirve, a su vez, para agrupar distintas noticias y textos encuadrables en ese tema. Por citar uno fresquito: “El conflicto con el campo”. Cuando el caudal de textos sobre un tema común es muy intenso, la volanta de pase sirve para encabezar las páginas y organizar/agruparlas (son unas pocas palabras que se ubican por encima de las volantas).

 

La entrevista periodística - Jorge Halperín

 

 

 

Los textos que siguen pertenecen a La entrevista periodística, del periodista Jorge Halperín (1995, Editorial Paidós). Se trata del comienzo del libro: Introducción, Capítulo 1 y primera parte del Capítulo 2.
 


Introducción
La arquitectura de la entrevista

Criticadas como “notas cortadas a los hachazos”, cuestionadas por la gente de la talla del escritor Milan Kundera que denunció el fascismo de la pregunta, las entrevistas (editadas o no como tales) son uno de los insumos fundamentales del periodismo y los medios. Sobre todo, en esta profesión que está centrada en los vínculos. Efectivamente, el periodista trabaja con papeles y personas. Todo lo que no obtiene de su experiencia directa – es decir la mayor parte de lo que escribe -, lo que no surge de los cables y los despachos, de los otros medios y de los archivos, sólo lo consigue sobre la base de conversaciones con infinidad de personas conocidas y anónimas. Por lo tanto, cada día el periodista entrevista casi tanto como respira.

No sería descabellado calificar la entrevista como una conversación absurda en la que una persona (pública o no) es interrogada por un desconocido que le hace muchas veces preguntas íntimas o comprometidas esperando que él responda con revelaciones que normalmente les niega, incluso, a muchos de sus conocidos. Y, si se quiere, esta visión también encaja en la multitud de variantes no periodísticas de la entrevista (el interrogatorio policial y judicial; la entrevista laboral; la entrevista psicoanalítica, etcétera).

Por fortuna, más allá de aquel escenario conspirativo, hay también otra manera de ver el género: a la luz de una multitud de brillantes ejemplos, es justo describir la entrevista como una nota que trae la vibración de un personaje, su respiración, sus puntos de vista y su naturaleza.

La realidad de la tarea se ubica en el inquietante cruce entre aquella dura intrusión y este encuentro lleno de calor personal.

El diálogo periodístico es también la oportunidad de tener una fuente única a nuestra disposición, mejor dicho a disposición de la habilidad que tengamos para construir un vínculo que nos permita obtener del sujeto toda la información que buscamos, lo voluntario y también lo involuntario, incluso trabajado con sus medias palabras.

Pero la entrevista es también el fascinante reino de la pregunta, el ejercicio de la interrogación, el abrir la mente al sentido último de las cosas. No se trata de que pensemos con Oriana Fallaci que “las preguntas son más importantes que las respuestas”, sino de reinvindicar el acto militante de interrogar. Porque no está en juego sólo la pregunta que desencadena una respuesta, sino también la que remite a nuevas preguntas. Como lo señala José Ferrater Mora, “La vida humana está enteramente abierta a lo que se presenta. La vida no es “nada” excepto preguntar sobre sí misma.” Y la pregunta asume diversas formas. Por ejemplo, filosóficamente, cada uno de los sentimientos – el temor, el amor, la angustia – es en el fondo de naturaleza interrogativa.

Preguntar es detener por un instante el mundo y someterlo a un examen. Desde la inmolación de Sócrates, el gran preguntador, el tábano de los griegos, hasta nuestros días, las preguntas son socialmente más incómodas que las respuestas. Pertenecen, claro al campo de lo incierto y, en consecuencia, es comprensible que puedan desatar cortocircuitos.

Así y todo, la gente vive fascinada por las preguntas y goza intensamente de las entrevistas, que no están ausentes de ningún producto periodístico. Lo que no significa que en las redacciones se reconozca la importancia de este género y se advierta que hay un saber específico, reglas del buen hacer de la entrevista.


Capítulo 1

El vínculo periodista-entrevistado

La entrevista es la más pública de las conversaciones privadas. Funciona con las reglas del diálogo privado (proximidad, intercambio, exposición discursiva con interrupciones, un tono marcado por la espontaneidad, presencia de lo personal y atmósfera de intimidad) pero está construida para el ámbito de lo público. El sujeto entrevistado sabe que se expone a la opinión de la gente. Por otra parte, no es un diálogo libre con dos sujetos. Es una conversación radial, o sea centrada en uno de los interlocutores, y en la que uno tiene el derecho de preguntar y el otro de ser escuchado.

Es indispensable comprender qué clase de vínculo es éste para examinar los problemas prácticos del trabajo, nuestras atribuciones y también la clase de responsabilidad ética que asumimos. La relación entre el periodista y su personaje no es entre pares; es asimétrica. Nuestro sujeto está en el centro de la escena y nosotros a un costado, facilitando su contacto con los lectores y oyentes. Por otro lado, su voz es naturalmente más importante que la nuestra. No importa lo mismo para los lectores saber lo que piensa nuestro personaje que las ideas que podamos esbozar nosotros durante el diálogo. En todo caso, nuestras ideas deben ser inteligentes como disparadoras del entrevistado y como herramientas para poner a prueba su discurso. Por otro lado, nuestra subjetividad vale en tanto pueda aportarle al lector una mejor aproximación, un acercamiento sin interferencias al sujeto y sus ideas.

Mirando desde otro ángulo, también existe una asimetría en sentido inverso: por un momento, ese personaje público está a nuestra disposición para ser guiado, interrumpido, criticado y derivado hacia distintos temas. Estamos autorizados a cuestionarlo públicamente en su presencia, a poner en dudas sus declaraciones, a explorar sus dudas y contradicciones como si alguien nos hubiera investido de una autoridad representativa.

No somos amigos ni actuamos simplemente como dos personas que sostienen un encuentro. Está sucediendo algo infinitamente más complejo: la entrevista periodística es un intercambio entre dos personas físicas y unas cuantas instituciones que condicionan subjetivamente la conversación. El entrevistado habla para el periodista, pero también está pensando en su ambiente, en sus colegas, en el modo como juzgarán sus declaraciones la gente que influye en su actividad y en su vida, y el público en general.

En el otro extremo, el periodista trabaja para un medio concreto cuyas reglas debe tener en cuenta, estructura su diálogo pensando en los lectores y no es indiferente al juicio de sus pares. Nada más alejado, entonces, de los encuentros espontáneos. Lo que obliga a desplegar una estrategia cuidadosa que, atendiendo a la multitud de presiones que operan en el diálogo periodístico, no termine por frustrar la posibilidad de una rica conversación.

El periodista debe trabajar duro para atenuar esas tensiones, disminuir la comprensible paranoia de sus entrevistados y convertirse para ellos en una persona confiable. Manipula sutilmente la situación cuidando no someter al entrevistado y alterar su comportamiento, y se previene de las manipulaciones del sujeto. Es inevitable que el entrevistado despliegue un juego de seducción tratando de disminuir la inquietud o directamente la sensación de peligro que le plantea el periodista, y conseguir que éste se lleve la mejor impresión. Por eso también es inevitable que desee transmitir una imagen de coherencia en todos sus actos e ideas y que, en consecuencia, nosotros debamos explorar muchas veces en sus contradicciones, en sus dudas, en las fisuras de su discurso para sacar al verdadero sujeto a la superficie.

(…)

El periodista escucha al entrevistado, no trabaja para él sino para un tercero (el medio, el lector), no le presta un servicio. Pero consigue aumentar o sencillamente consolidar su presencia pública. El periodista se convierte en el empalme entre lo público y lo privado para lo cual debe prevenir todos los cortocircuitos.

En cierto modo, su tarea consiste en anestesiar parte de la conciencia de sus entrevistados –como veremos más adelante, este concepto es opinable, pero es nuestro juicio- para que pierdan la ansiedad y la angustia que pueden acompañar al acontecimiento dramático que tiene lugar allí: están formulando declaraciones que serán leídas y escuchadas por miles de personas. Ahora bien, el periodista sabe que debe suministrar un suave tranquilizante, no un poderoso somnífero. Es necesario que el entrevistado consiga relajarse y dialogar sin presiones, no que olvide su responsabilidad por lo que dice. De lo contrario, podríamos estar traicionando sus confesiones privadas. Él debe saber perfectamente que está hablando para un medio de circulación pública. Lo que queremos decir es que no dirá nada trascendente en estado de paranoia.

En este sentido, podemos exagerar un poco y decir que el periodista es una suerte de hipnotizador que debe aplicar suaves dosis de su medicina para que el diálogo se encarrile de manera productiva.

De modo que si hay un campo donde el entrevistador no puede dejar de desarrollar una maestría es el de los vínculos. Si no es capaz de lograr un buen rapport con sus personajes, es mejor que se dedique a otra especialidad periodística, y aun así probablemente tendrá dificultades en este oficio.


Capítulo 2

Un abordaje práctico

Esquemáticamente, podemos distinguir los tipos de entrevistas en sus grandes variantes, según lo que busca el periodista y según el grado de presencia del entrevistado, desde la forma más personalizada hasta el anonimato:

-· de personaje,
-· de declaraciones (consultas e interpelaciones al poder, a políticos, economistas o funcionarios públicos o privados)
-· de divulgación,
-· informativas,
-· testimoniales,
-· encuestas.

(…)

En todos los tipos de entrevistas hay un juego de confrontación, pero este juego alcanza su punto máximo en las entrevistas de personaje y las de declaraciones. En las primeras se da un abordaje a la intimidad del entrevistado, a su manera de pensar, a sus razones ocultas, sus debilidades, sus obsesiones y contradicciones. Pero tanto en las de personaje como en las de declaraciones, el diálogo busca no sólo la cooperación del sujeto –como sucede en las encuestas, las entrevistas informativas, de divulgación y las testimoniales-, sino que también debe avanzar en contra de él. Es decir, en aquello que el entrevistado no muestra voluntariamente o, incluso, desea ocultar. El funcionario o político que realiza declaraciones es el entrevistado que calcula en forma más consciente el efecto de cada una de sus palabras y, por lo tanto, el menos espontáneo. Las tareas de colarse entre sus declaraciones para detectar la verdad y de descifrar el sentido de cada una de sus frases plantean un desafío enorme para el periodista. En el caso del personaje, éste vibra en sus momentos fuertes, pero también en los detalles, en lo cotidiano y en lo excepcional. La entrevista alcanza su punto de excelencia cuando consigue una aproximación intensa casi hasta transmitir el aliento del sujeto.

En general, el periodista y el entrevistado tienen intereses distintos y, a veces, muy poco convergentes. Por eso, la construcción del diálogo se vuelve un trabajo elevadamente artesanal. Por la compleja estrategia y la delicada sensibilidad que demanda durante el encuentro mismo, y por la enorme importancia que tiene el antes y el después: la cuidadosa preparación de la entrevista y la tarea crucial de editarla.

El primer paso del “antes” reside en la elección del entrevistado, que puede estar en manos del periodista o venir ya determinada por el editor. En cualquiera de las dos formas, el entrevistador debe actuar como si él lo hubiera elegido, y ser consciente de por qué prefirió a ese sujeto.

Algunas razones para elegir al entrevistado:

- Porque es un personaje famoso,
- es un personaje curioso,
- es muy representativo de algo,
- es clave en una circunstancia, está ligado a una noticia,
- es portador de un saber muy valioso,
- por el valor de sus ideas.

El periodista debe ser perfectamente consciente de las razones por las que ha sido elegido su entrevistado y, muy especialmente, de lo que espera lograr con esa conversación:

- Conseguir que haga una revelación inédita,
- Llevarlo a formular una importante denuncia,
- Mostrar un ángulo desconocido del personaje,
- Lograr que el sujeto profundice en algo que ha llamado la atención de la gente,
- Producir con él una exposición fascinante sobre un tema de interés público,
- Obtener un retrato completo de su personalidad,
- Exponerlo como un caso testigo.

En el noventa y nueve por ciento de los casos recomendamos no lanzarse a una entrevista improvisada. Es decir, agregar durante la charla todas las preguntas que valgan la pena, pero armar un cuestionario antes de sentarse con el sujeto. Ahora bien, sólo cuando el periodista tiene claros los motivos de la elección del personaje y lo que espera lograr de esa conversación puede dar un rumbo inteligente a su cuestionario. Entonces sí, con una sólida retaguardia podrá sentarse con toda naturalidad frente al sujeto, explorarlo en busca de su nota e improvisar todo lo que sea necesario.

A mi modo de ver, Una sólida retaguardia es contar con diez buenas preguntas, unos tres o cuatro temas diferentes y un firme conocimiento del personaje.

El primer problema es definir qué es una buena pregunta. No existe una clasificación universal, pero entre las virtudes que puede tener una buena pregunta se cuentan el que sea clara; que provoque información; que se haga cargo de una demanda colectiva o que exprese las dudas de la gente si se trata de un personaje público; que sea abierta; que permita profundizar; que consiga explicaciones; que dé lugar a oposiciones; que busque lo nuevo; que invite al personaje a usar imágenes y fantasías; que seleccione lo importante; que piense en lo global y en los detalles; que atraiga anécdotas.

Hay mil ejemplos de preguntas que son maravillosas por razones muy diferentes, pero algunos de los valores de una buena pregunta hay que buscarlos en los factores mencionados más arriba.

Desde luego, hay que usar hasta el cansancio las famosas 5 “W” inglesas (en nuestro idioma “qué”, “quién”, “por qué”, “cuándo” y “dónde”) y la “H” de “how” (cómo”). En toda conversación periodística se emplean en un ochenta por ciento estas preguntas clásicas, que son como una verdadera locomotora que acarrea información y también consigue precisa detalles, mientras que el resto de la charla está compuesta de preguntas más elaboradas o específicas.

Las preguntas son portadoras de conjeturas, hipótesis, inquietudes y perspectivas del mundo. Cuando más ricas sean las hipótesis que llevamos ante el personaje, más impresionados estaremos de descubrir cosas que no había expresado en otras entrevistas.

Las preguntas pueden agruparse en bloques de temas. Los objetivos de una entrevista pueden girar alrededor de un asunto central, pero suelen traer más de un tema. Así debe ser para que puedan transmitir la atmósfera de una conversación, pero, sobre todo, porque el periodista debe tener alternativas cuando el entrevistado no muestra interés o no tiene nada valioso que decir sobre el primer asunto que le expuso. Es muy común que durante la charla el personaje esté muy poco inspirado con algún tema que le proponemos (contesta nuestras preguntas con frases convencionales o directamente con monosílabos), y, en consecuencia, debamos buscar otros rumbos. Cuando hemos explorado concienzudamente en su historia y en sus declaraciones, seguramente encontramos más de un tema que vale la pena tratar con él. Y bien, la propuesta es que el cuestionario que hemos armado antes de la entrevista transite por tres o cuatro temas. En ese caso, difícilmente encontremos un sujeto al cual ninguna de las alternativas inspire.

Hay un factor importante del que dependen los núcleos de temas y las buenas preguntas: un generoso conocimiento del personaje, que se obtiene de un trabajo riguroso de archivo. Existe una fuente complementaria al archivo para investigar sobre el personaje. Las grandes entrevistas de la revista norteamericana Playboy y las más recientes del mensuario Vanity Fair, verdaderas joyitas de investigación, se han hecho con infinidad de consultas previas a gente que conoce al personaje para construir un verdadero relato antes de sentarse a dialogar con él. Ésa es una fuete complementaria –desde luego que no anula la importancia del archivo-, aunque muy pocas veces puede encararse, por falta de tiempo o de interés del medio en ahondar en la investigación.

Hay entrevistas que no requieren investigar previamente al personaje –encuestas, por ejemplo-, pero sí el tema, para poder diseñar un buen cuestionario. Una dificultad es que hay veces que no hay información ni bibliografía sobre el personaje o el tema.

Pero la dificultad más común de todas se plantea en innumerables notas en las que no nos dan tiempo para consultar el archivo ni construir buenas preguntas ni armar núcleos de temas. Hay que hacer la entrevista ya mismo. Siempre habrá un tiempo de viaje o de espera del personaje en el cual se puede diseñar una mínima estrategia. En primer lugar, tenemos que trabajar alrededor de una cuestión: ¿qué necesita saber el lector/oyente sobre esta nota? De inmediato, nos ponemos a escarbar con el equipo básico: las valiosísimas 5 “W”, que nos garantizan, de movida, un buen caudal de información.

Lo cierto es que una buena retaguardia, lo que en nuestra jerga llamamos un buen background, es como media nota ya resuelta (difícilmente una entrevista que parte de una sólida preparación previa resulte un estruendoso fracaso). Sin embargo, cuando durante la conversación aparecen vetas inesperadas hay que tirar el equipaje por la ventana y escuchar con los oídos bien atentos y la mayor flexibilidad.

(…)

 

 

Entrevista periodística - Tres posibilidades de estilo

 

En estas tres entrevistas, podemos encontrar modelos para bucear por las particularidades que ofrecen los tipos de textos posibles.

 

 

Estilo directo: 

Entrevista a Paula Litvachky, del CELS
“Hay responsabilidad política por las muertes de San Miguel del Monte
(Página/12 / 25 de mayo de 2019 / entrevista de Soledad Vallejos)



 

Estilo indirecto:

Probar de todo

Manuel Rivas en Buenos Aires
(Radar / 20 de agosto de 2011 /entrevista con el escritor gallego)








Estilo mixto:  

Todo sobre Servini

(Las 12 / 1 de marzo de 2002 /entrevista de Marta Dillon)

El rastro de los huesos - Leila Guerriero

 

 

El rastro de los huesos
Leila Guerriero
(publicada en El País semanal, 13 de abril de 2008)


No es grande. Cuatro por cuatro apenas, y una ventana por la que entra una luz grumosa, celeste. El techo es alto. Las paredes blancas, sin mucho esmero. El cuarto —un departamento antiguo en pleno Once, un barrio popular y comercial de la ciudad de Buenos Aires— es discreto: nadie llega aquí por equivocación. El piso de madera está cubierto por diarios y, sobre los diarios, hay un suéter a rayas —roto—, un zapato retorcido como una lengua negra —rígida—, algunas medias. Todo lo demás son huesos
 Tibias y fémures, vértebras y cráneos, pelvis, mandíbulas, los dientes, costillas en pedazos. Son las cuatro de la tarde de un jueves de noviembre. Patricia Bernardi está parada en el vano de la puerta. Tiene los ojos grandes, el pelo corto. Toma un fémur lacio y lo apoya sobre su muslo.
−Los huesos de mujer son gráciles.
Y es verdad: los huesos de mujer son gráciles. 
***
Entre 1976 y diciembre de 1983 la dictadura militar en la Argentina secuestró y ejecutó a miles de personas que fueron enterradas como NN en cementerios y tumbas clandestinas. En mayo de 1984, ya en democracia, convocados por Abuelas de Plaza de Mayo (una agrupación de mujeres que busca a sus nietos, hijos de sus hijos desaparecidos durante la dictadura) siete miembros de la Asociación Americana por el Avance de la Ciencia llegaron al país. Entre ellos, un antropólogo forense —un especialista en la identificación de restos óseos: alguien que puede leer allí los rastros de la vida y de la muerte— llamado Clyde Snow. Nacido en 1928 en Texas, Snow tenía su prestigio: había identificado los restos de Josef Mengele en Brasil. Por lo demás, bebía como un cosaco, fumaba habanos, usaba sombrero texano, botas ídem y estaba habituado a vivir en un país donde los criminales eran individuos que mataban a otros: no una máquina estatal que tragaba personas y escupía sus huesos. En ese viaje —el primero de muchos— dio una conferencia sobre ciencias forenses y desaparecidos en la ciudad de La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, y la traductora, abrumada por la cantidad de términos técnicos, renunció en la mitad. Entonces un hombre rubio, todo carisma, dijo «yo puedo: yo sé inglés». Y así fue como Morris Tidball Binz, 26 años, estudiante de medicina y dueño de un inglés perfecto, se cruzó en la vida de Clyde Snow.
Durante las semanas que siguieron Clyde Snow participó de algunas exhumaciones a pedido de jueces y familiares de desaparecidos, siempre en compañía de su nuevo traductor. En el mes de junio, cuando tuvo que exhumar siete cuerpos de un cementerio del suburbio, decidió que iba a necesitar ayuda y envió una carta al Colegio de Graduados en Antropología solicitando colaboración. Pero no tuvo respuesta. Y fue entonces cuando Morris Tidball Binz dijo: «Yo tengo unos amigos».
Los amigos de Morris eran uno: se llamaba Douglas Cairns, estudiaba antropología en la Universidad de Buenos Aires, y esparció el mensaje — “Hay un gringo que busca gente para exhumar restos de desaparecidos” — entre sus compañeros de estudio.
−Yo estoy habituada a desenterrar guanacos, no personas— dijo Patricia Bernardi, 27 años, estudiante de antropología, huérfana de padres, empleada en la empresa de transporte de su tío.
—A mí los cementerios no me gustan— puede haber dicho Luis Fondebrider, estudiante de primer año de antropología, empleado de una empresa de fumigación de edificios.
—Yo nunca hice una exhumación— dijo Mercedes Doretti, estudiante avanzada de antropología, fotógrafa y empleada de una biblioteca circulante.
Pero después pensaron que no perdían nada si iban a escuchar, y así fue como a las siete de la tarde del 14 de junio de 1984, Patricia Bernardi, Mercedes Doretti, Luis Fondebrider -y Douglas Cairns- se encontraron con Clyde Snow -y Morris Tidball Binz- en un hotel del centro de Buenos Aires llamado Hotel Continental.
—Clyde nos pareció un tipo raro, pensábamos “Cómo toma este viejo, cómo fuma” —dice Patricia Bernardi—. Nos invitó un trago, y cuando nos explicó lo que quería hacer creí que se nos iba a ir el apetito. Pero después nos llevó a comer, y nosotros éramos estudiantes, nunca habíamos ido a un restaurante elegante. Comimos como bestias. Pero teníamos miedo. El país estaba muy inestable, y pensábamos “Si acá vuelve a pasar algo, este gringo se va a su país, pero nosotros nos tenemos que quedar”.
Esa noche se despidieron de Clyde Snow con la promesa de pensar y darle una respuesta. 
“Me sentí conmovido, pero no tenían experiencia —contaba Clyde Snow años después al diario Página/12—. Les dije que el trabajo iba a ser sucio, deprimente y peligroso. Y que además no había plata. Me dijeron que lo iban a discutir y que al día siguiente me iban a dar una respuesta. Pensé que era una manera amable de decirme ‘chau, gringo’. Pero al día siguiente estaban ahí”.
Al día siguiente estaban ahí.
—Decidimos que íbamos a probar con esa exhumación, y que después veíamos si seguíamos con otras —dice Patricia Bernardi—. Nos encontramos temprano, en la puerta del hotel, y nos llevaron al cementerio en los autos de la policía. Fue raro subirnos a esa cosa. Y después nos íbamos a subir a esos autos tantas veces. Yo nunca había estado en un enterratorio, pero con Clyde lo difícil pareció ser un poco más fácil. Él se tiraba con nosotros en la fosa, se ensuciaba con nosotros, fumaba, comía dentro de la fosa. Fue un buen maestro en momentos difíciles, porque una cosa es levantar huesos de guanaco o de lobos marinos y otra el cráneo de una persona. Cuando empezaron a aparecer los restos, la ropa se me enganchaba en el pincel, y yo preguntaba “¿Qué hago con la ropa?”. Y Clyde me miraba y me decía “Seguí, seguí”. Ese día levantamos los restos, nos fuimos a la morgue, y resultó que no eran los que buscábamos. Clyde se puso a discutir algo sobre la trayectoria de un proyectil con el personal de la morgue. Nosotros no entendíamos nada. Estaban los familiares ahí, y yo le dije al juez “Digalé que no son los restos, esta gente ya pasó por mucho”. Cuando les dijo, el llanto de los familiares fue algo que... Salimos de ahí a las tres de la mañana. Fue la exhumación más larga de mi vida. 
Pero siguieron tantas. Entre 1984 y 1989 Clyde Snow pasó más de veinte meses en la Argentina, y en cada uno de sus viajes los estudiantes lo acompañaron a hacer exhumaciones, internándose de a poco en las aguas de esa profesión que no tenía —en el país— antecedentes ni prestigio.
—Nadie entendía lo que hacíamos. ¿Sepultureros especializados, médicos forenses? —dirá Mercedes Doretti desde Nueva York—. La academia nos miraba de reojo porque decían que no era un trabajo científico.
Con poco más de veinte años, empleados mal pagos de empleos absurdos, estudiantes de una carrera que no los preparaba para un destino que de todos modos no podían sospechar, pasaban los fines de semana en cementerios de suburbio, cavando en la boca todavía fresca de las tumbas jóvenes bajo la mirada de los familiares.
—La relación con los familiares de los desaparecidos la tuvimos desde el principio –dirá Luis Fondebrider—. Teníamos la edad que tenían sus hijos en el momento de desaparecer y nos tenían un cariño muy especial. Y estaba el hecho de que nosotros tocábamos a sus muertos. Tocar los muertos crea una relación especial con la gente.
Como tenían miedo, iban siempre juntos. Y, como iban siempre juntos, empezaron a llamarlos “el cardumen”. No hablaban con nadie acerca de lo que hacían y, para hablar de lo que hacían, se reunían en casa de Patricia, de Mercedes.
—Todos soñábamos con huesos, esqueletos —dirá Luis Fondebrider— Nada demasiado elaborado. Pero nos contábamos esas cosas entre nosotros.
—Todos teníamos pesadillas —dirá Mercedes Doretti—. Un día me desperté a los gritos, soñando con una bala que salía de una pistola, y me desperté cuando la bala estaba por impactarme en la cabeza. La sensación que tuve fue que me estaba muriendo y pensaba “¿Cómo no me di cuenta de que esto venía, cómo no me di cuenta de que me estoy muriendo inútilmente, cómo no me di cuenta de que no tenía que meterme acá?”.
En 1985 viajaron a la ciudad de Mar del Plata, a exhumar los restos de una desaparecida, seguros como estaban de estar del lado de los buenos. Las Madres de Plaza de Mayo, la agrupación de mujeres que busca a sus hijos desaparecidos, los estaban esperando.
—Querían frenar la exhumación —dirá Mercedes Doretti—. Decían que Snow era un agente de la CIA y que el gobierno estaba tratando de tapar las cosas entregando bolsas con huesos. Hubo insultos, fue duro. Ver que ellas, que eran nuestras heroínas, estaban en contra fue muy fuerte. Finalmente exhumamos, y después nos fuimos a la playa. Nos sentamos ahí, mirando el mar, compungidos.
Ese mismo año, Clyde Snow declaró en el Juicio a las Juntas —donde se juzgaba a los militares que habían estado en el poder durante la dictadura—, y proyectó una diapositiva de esa exhumación en Mar del Plata: una mujer joven llamada Liliana Pereyra, el cráneo pleno de balas.
“Lo que estamos haciendo —decía Snow en Página/12— va a impedir a futuros revisionistas negar lo que realmente pasó. Cada vez que recuperamos un esqueleto de una persona joven con un orificio de bala en la nuca, se hace más difícil venir con argumentos”.
El tiempo pasó, consiguieron financiación, alguna beca, y cuando quedó claro que quizás podrían vivir de eso, algunos abandonaron sus empleos. En 1987 se inscribieron como asociación civil sin fines de lucro bajo el nombre de Equipo Argentino de Antropología Forense, con el objetivo de practicar “la antropología forense aplicada a los casos de violencia de Estado, violación de derechos humanos, delitos de lesa humanidad”. Después se unieron al grupo Darío Olmo, estudiante de arqueología, empleado municipal; Alejandro Incháurregui, estudiante de antropología y vendedor de boletos en el hipódromo; Carlos Somigliana (Maco), estudiante de antropología y derecho, ayudante de los fiscales Moreno Ocampo y Strassera durante el Juicio a las Juntas; Silvana Turner, estudiante de antropología social, y Anahí Ginarte, estudiante de antropología.
En 1988, cuando fueron convocados como peritos para excavar en el sector 134 del cementerio de Avellaneda, un suburbio de Buenos Aires donde los militares habían enterrado a cientos, pocos de ellos tenían más de 22.
La fosa de Avellaneda permaneció abierta dos años y sacaron de allí trecientos treinta y seis cuerpos, casi todos con heridas de bala en el cráneo, muchos todavía sin identificar.
***
El Equipo Argentino de Antropología Forense tiene sus oficinas en dos departamentos idénticos, primer y segundo piso de un edificio antiguo de estilo francés en el barrio de Once. Alrededor, vendedores ambulantes, autos, buses, los peatones: la banda de sonido de una ciudad en uno de sus puntos álgidos. El segundo piso no tiene nombre. El primer piso sí, y se llama Laboratorio. Por lo demás, ambos tienen la misma cantidad de cuartos, los mismos baños, cocina al fondo, y casi ninguna evidencia de vida privada. Los muebles son nuevos y viejos, chicos y grandes, de maderas nobles y de fórmica. Hay un cuadro, un póster del Metropolitan Museum, pero son cosas que llevan demasiado tiempo allí: cosas que ya nadie ve. Hay pizarras, paneles de corcho con tarjetas de delivery y postales de esqueletos bailando: las fiestas latinoamericanas de la muerte. En un alféizar hay dos cactus pequeños y, en todas las paredes, una profusión de planos y de mapas. Algunos, no todos, tienen marcas. Algunas de esas marcas, no todas, señalan los centros clandestinos de detención: sitios de los que proviene el objeto que aquí se estudia.
La oficina donde trabaja Luis Fondebrider está en el segundo piso. Él, Mercedes Doretti y Patricia Bernardi son los únicos que quedan del grupo original: Douglas Cairns sólo ayudó, al principio, en un par de exhumaciones; Morris Tidball Binz marchó en 1990 a trabajar en la Cruz Roja y vive en Ginebra desde entonces. A fines de los noventa se unieron otras personas —Miguel Nievas, Sofía Egaña, Mercedes Salado— y, durante mucho tiempo, no fueron más de doce. Pero a principios del nuevo siglo la posibilidad de aplicar la técnica de ADN a los huesos obligó a muchas incorporaciones, y ahora son treinta y siete. En todos estos años, el equipo intervino en más de treinta países, contratado por el Tribunal Criminal Internacional para la ex Yugoslavia; la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas; las Comisiones de la Verdad de Filipinas, Perú, El Salvador y Sudáfrica; las fiscalías de Etiopía, México, Colombia, Sudáfrica y Rumania; el Comité Internacional de la Cruz Roja; la comisión presidencial para la búsqueda de los restos del Che Guevara y la Comisión Bicomunal para los desaparecidos de Chipre.
—Todos los salarios que recibimos por esas misiones internacionales van a un fondo común —dice Luis Fondebrider—. No les cobramos a los familiares por lo que hacemos. Nos sostenemos con la financiación de unos veinte donantes privados europeos y norteamericanos y de algunos gobiernos europeos. No tenemos apoyo de donantes privados ni asociaciones civiles argentinas. Las asociaciones civiles apoyan eventos de Julio Boca, pero no proyectos como este.
Ocultos, discretos, cada tanto la identificación de alguien  —en 1989 la de Marcelo Gelman, el hijo de Juan Gelman, el poeta argentino radicado en México; en 1997 la del Che Guevara, en Bolivia; en 2005 la de Azucena Villaflor, la fundadora de Madres de Plaza de mayo, desaparecida en 1977— los empuja a la primera plana de los diarios.
—Pero para nosotros —dice Luis Fondebrider— todos son personas. El Che o Juan Pérez. Cuando fue lo del hijo de Gelman, fuimos Morris, Alejandro y yo a Nueva York, a recibir un premio de una fundación, y lo fuimos a ver a Gelman que vivía allá para contarle que habíamos identificado a su hijo. A mí me resultó una figura muy intimidante, serio, parco. Nos quedamos a dormir en su casa. Él se quedó toda la noche despierto, leyendo el expediente, y al otro día nos hizo millones de preguntas. Fue raro. Yo nunca me había quedado a dormir en la casa de una persona a la que hubiera ido a darle una noticia así.
—¿Podrías imaginarte sin hacer este trabajo?
—Sí. No sé qué haría. Pero sí.
Todos dicen —dirán— lo mismo. Como si marcharan orgullosos hacia el único futuro posible: la extinción.
***
En el piso inferior hay varios cuartos con mesas largas y angostas cubiertas por papel verde. En la oficina donde suele trabajar Sofía Egaña cuando está en Buenos Aires —36 años, llegada al equipo en 1999 cuando le propusieron una misión en Timor Oriental y ella dijo sí y se marchó dos años a una isla sin luz ni agua donde el ejército indonesio, en 1991, había matado a doscientos mil— hay un escritorio, una computadora.
Click y una foto se abre: un cráneo. Otro click: el cráneo y su orificio.
—Entró directo: una ejecución así, tuc, de atrás. ¿Tenemos dientes? ¿Cómo lucen los dientes?
En dos días más, Sofía Egaña estará en Ciudad Juárez, donde el equipo trabaja en la identificación de cuerpos de mujeres no identificadas o de identificación dudosa y, hasta entonces, debe resolver algunas cuestiones urgentes: tratar de vender la casa donde vive, quizás pedir un préstamo bancario, quizás mudarse. En un panel de corcho, a sus espaldas, hay una mariposa dibujada y una frase que dice Sofi te quiero con caligrafía de sobrina infantil. Hay, también, una foto tomada durante su estadía en Timor:
—Esos son mis caseros. Ellos me alquilaban la casa donde vivíamos. Cada tanto me llaman, para saber cómo estoy. Como yo no tengo teléfono estable, tienen que llamar a casa de mis padres. Hace más de once años que estoy viajando. No tengo placard. Tengo dos maletas. Pero cuando se junta el hueso con la historia, todo cobra sentido. Delante de los familiares soy la médica, el doctor. A llorar, me voy atrás de los árboles. No te podés poner a llorar.
—¿Y con el tiempo uno no se acostumbra?
—No. Con el tiempo es peor.
Al final de un pasillo hay un cuarto oscuro, fresco, las paredes cubiertas por estantes que trepan hasta el techo y, en los estantes, cajas de cartón de tamaño discreto con la leyenda Frutas y Hortalizas.
—Cada caja es una persona. Ahí guardamos los huesos. Todas están etiquetadas con el nombre del cementerio, el número de lote.   
Al frente, en dos o tres habitaciones luminosas, cinco mujeres jóvenes se inclinan sobre las mesas cubiertas con papel. Sobre las mesas hay —claro— esqueletos.
***
El escritorio de Silvana Turner, en el piso superior, está rodeado de cajas que dicen Kosovo, Togo, Sudáfrica, Timor, Paraguay: la ruta de las mejores masacres del siglo que pasó. Silvana Turner lleva el pelo corto, el rostro limpio. Llegó al equipo en 1989.
—Si el familiar no tiene deseos de recuperar lo restos, no intervenimos. Nunca hacemos algo que un familiar no quiera. Pero aún cuando es doloroso recibir la noticia de una identificación, también es reparador. En otros ámbitos esto suele hacerse como un trabajo más técnico. Es impensable que la persona que estudia los restos haya hecho la entrevista con el familiar, haya ido a campo a recuperar los restos, y se encargue de hacer la devolución. Nosotros hemos hecho eso siempre.
En todos estos años lograron trecientas identificaciones con restitución de restos y —cruzando datos, rastreando documentación— pudieron conocer y notificar el destino de trecientas personas más cuyos restos nunca fueron encontrados. 
—Si yo tuviera que definir un sentimiento con respecto al trabajo es frustración. Uno quisiera dar respuestas más rápido.
A metros de aquí hay otro cuarto donde las cajas llevan el nombre de cementerios argentinos: La Plata, San Martín, Ezpeleta, Lomas de Zamora, Ezeiza. 
La tarea fue amplia. La obra puede ser interminable.
***
Llueve, pero adentro es seco, tibio. Es martes, pero es igual.
En una de las oficinas del laboratorio habrá, durante días, un ataúd pequeño. Lo llaman urna. En urnas como esa devuelven los huesos a sus dueños.
—¿Ves? —dice una mujer con rostro de camafeo, una belleza oval—. Esto, la parte interna, se llama hueso esponjoso. Y hueso cortical es la externa.
Bajo sus dedos, el esqueleto parece una extraña criatura de mar, al aire sus zonas esponjosas.
—Esto es un pedacito de cráneo. En el cráneo, el hueso esponjoso se llama diploe.
Cuando termine de reconstruir —de numerar sus partes, sus lesiones, de extender lo que queda de él sobre la mesa— el esqueleto volverá a su caja, y esa pequeña paciencia de mujer oval terminará, años después —si hay suerte— con un nombre, un ataúd del tamaño de un fémur y una familia llorando por segunda vez: quizás por última.
En el vidrio de una de las ventanas que da a la calle hay un papel pegado: la cuadrícula de una fosa y el dibujo de 16 esqueletos. Al pie de cada uno hay anotaciones: cinco postas más tapón de Itaka, desdentado en maxilar superior, cinco proyectiles. Ninguno tiene nombre, pero sí edad —30 en promedio— y sexo: casi todos hombres. Desde la calle, cualquiera que mire hacia arriba puede ver ese papel pegado a la ventana. Pero lo que se vería desde allí es una hoja en blanco. Y, de todos modos, nadie mira.
***
Una puerta se abre como un suspiro, se cierra como una pluma. Mercedes Salado deja una caja liviana –que reza Frutas y Hortalizas- sobre un escritorio. Después dice buen día y enciende el primero de la hora. Es española, bióloga, trabajó en Guatemala desde 1995, forma parte del equipo desde 1997 y durante mucho tiempo sus padres, dos jubilados que viven en Madrid, creyeron que el oficio de la hija no era un oficio honesto. 
—Un día me llaman y me preguntan: “Oye, Mercedes, lo que tú haces... ¿es legal?”. Claro, cuando yo empecé con esto no se sabía muy bien qué cosa era Latinoamérica, y meterse en las montañas a sacar restos de guatemaltecos... Mis padres tendrían miedo de que los llamaran diciendo «Su hija está presa porque se ha robado a uno». Ahora en Madrid los vecinos me saludan, como “uau, es legal”. Lo que me sorprende del equipo es la coherencia. Se mantiene con proyectos, pero también hay un fondo común. Cada uno que sale de misión internacional pone ese salario en el fondo común. Y es un sistema comunista que funciona. Se hace porque se cree en lo que se hace. Nadie hubiera estado veinte años cobrando lo que se cobra si esto no le gusta. Pero este trabajo tiene una cosa que parece como muy romántica, como muy manida. Y es que esto no es un trabajo, sino una forma de vida. Está por encima de tu familia, de tu pareja, por encima de tu perspectiva de tener hijos. Nos hemos olvidado de cumpleaños, de aniversarios de boda, pero no nos hemos olvidado de una cita con un familiar. Y en el fondo es tan pequeño. ¿Qué haces? Encuentras la identidad de una persona. Es la respuesta que la familia necesitaba desde hace tanto tiempo... y ya. Y eso es todo. Pero cuando le ves el rostro a la gente, vale la pena. Es una dignificación del muerto, pero también del vivo.
Después, con una sonrisa suave, dirá que tiene un trauma: que no puede meter cráneos dentro de bolsas de plástico, y cerrarlas.
—Me da angustia. Es estúpido, pero siento que se ahogan.
***
Es viernes. Pero es igual.
Mujeres jóvenes, vestidas con diversas formas de la informalidad urbana —piercings, pantalones enormes, camisetas superpuestas— se afanan sobre las mesas del laboratorio.  Semana a semana, como si una marea caprichosa interminable los llevara hasta ahí —más y menos enteros, más y menos lustrosos— los esqueletos cambian.
—Están mezclados. Ya tengo cinco mandíbulas, cinco individuos por lo menos –dice Gabriela, mientras pega dos fragmentos de hueso.
Son horas de eso: mirar y pegar, y después todavía rastrear lesiones compatibles con golpes o balas, y después aplicar la burocracia: tomar nota de todo en fichas infinitas.
Mariana Selva —los ojos claros, las uñas cortas, rojas— prepara unos restos para llevar a rayos: un cráneo, la mandíbula.
—A veces ves los huesos de un chico de veinte años con nueve balazos en la cabeza y decísa y, dios, pobre chico, qué saña. Pero no podés estar llorando, ni pensando en cómo fueron todas esas muertes, porque no podrías trabajar. 
Analía González Simonett lleva un aro en la nariz, casi siempre vincha. Es, con Mariana, una de las últimas en llegar al equipo.
—A mí lo que me sigue pareciendo tremendo es la ropa. Abrir una fosa y ver que está con vestimenta. Y las restituciones de los restos a los familiares. Acá una vez hubo una restitución a una madre. Ella tenía dos hijos desaparecidos, y los dos fueron identificados por el equipo. La llevamos donde estaban los restos. Antes de ponerlos en una urna los extendemos, en una mesa como esas. “Josecito”, decía, y tocaba los huesos. “Ay, Josecito, a él le gusta...”. La forma de tocar el hueso era tan empática. Y de repente dice “¿Le puedo dar un beso en la frente?”.
 El 6 de enero de 1990 los restos de Marcelo Gelman fueron velados en público. Pero antes su madre, Berta Schubaroff, quiso despedirse a solas. A puertas cerradas, en las oficinas del equipo, trece años después de haberlo visto por última vez, al fruto de su vientre lo besó en los huesos.
***
En el escritorio de Miguel Nievas hay un cráneo de plástico que es cenicero, un dactilograma, un esquema de ADN nuclear, una biblioteca, libros, mapas. Es un cuarto interno, con una sola ventana y poca luz. Miguel Nievas tiene apenas más de treinta. Vivía en Rosario, una ciudad del interior, y entró al equipo a fines de los años noventa.
—Yo trabajaba en la morgue de Rosario, estaba estudiando unos restos óseos y necesitaba ayuda. Llamé por teléfono.
Me atendió Patricia, me preguntó si podía viajar con los huesos a Buenos Aires. Y vine. Seguí colaborando en algunas cosas desde allá y después, en el 2000, me preguntaron si podía ir a Kosovo. Yo dije que sí, pero la verdad es que no sabía dónde iba. Cuando el avión aterrizó en Macedonia, y vi tanques, soldados, pensé “Dónde carajo me metí”. No hablaba una palabra de inglés y en la morgue hacíamos treinta o cuarenta autopsias todos los días. Nos habían dado un curso obligatorio de explosivos, pero yo no hablaba inglés y lo único que entendí fue don’t touch. Cuando volví me quedé trabajando acá. Me enganché con el trabajo en la Argentina. Cuando empezás a investigar un caso terminás conociendo a la persona como si fuera un amigo tuyo. Necesitás poner distancia, porque todo el día relacionado con esto, te termina brotando. Cada uno tiene su forma de brotarse.
—¿Y la tuya es...?
—La soriasis. Y hace años que no recuerdo un sueño.
***
Patricia Bernardi dice que tiene deformaciones profesionales. La más notoria: le mira los dientes a las personas. 
—No me doy cuenta. Hablo y les miro la dentadura. Porque nosotros siempre andamos buscando cosas en los dientes. Y el otro día vino el contador con una radiografía, y le dije “Che, por qué no dejás alguna acá, por las dudas”.
Se ríe. Pero siempre se ríe.
—Yo nunca pude aguantar a los muertos. Les tengo pánico. A mí me hacés cortar un cadáver fresco y me muero. Pero con los huesos no me pasa nada. Los huesos están secos. Son hermosos. Me siento cómoda tocándolos. Me siento afín a los huesos.
Pasa las páginas de un álbum de fotos.
—Este es el sector 134, en Avellaneda.
Un terreno repleto de maleza. Después, la tierra cruda. Después abierta. Después los huesos. Y un edificio viscoso con paredes cubiertas de azulejos.
—Esa es la morgue donde trabajaban ellos.
Ellos.
—Habían hecho un portón que daba a la calle, para poder entrar los cuerpos directamente desde ahí. En la puerta de la morgue había un cartel que decía “No cague adentro”. Cuando empezamos a trabajar no lo hicimos público. Nos daba miedo. Teníamos un policía de seguridad de la misma comisaría que antes tenía la llave para meter cuerpos en esa fosa.
En un rato tocarán el timbre y Patricia bajará las escaleras con una urna pequeña. Allí, en esa urna, llevará los restos de María Teresa Cerviño, que en mayo de 1976 apareció colgada de un puente con un cartel, una inscripción —Yo fui montonera—, la cabeza cubierta por una bolsa, los ojos y la boca tapados con cinta adhesiva. Todas las pistas indicaban que había terminado en la fosa común de Avellaneda. Su madre nombró al equipo como perito en la causa judicial que inició en 1988 buscando los restos de su hija. Durante todos estos años, Patricia supo que María Teresa Cerviño estaba ahí, era alguno de todos esos huesos.
—Yo decía “Sé que está, pero dónde, cuál será”. Y el año pasado, diecinueve años después, apareció.
Hay sitios así. Sitios donde todas las cosechas son tardías.
***
Cuando Darío Olmo llegó al equipo, invitado por Patricia Bernardi en 1985, era un estudiante de antropología de 28 años, agonizando en manos de un empleo que lo frustraba: recibir expedientes en la mesa de entrada de una dependencia de gobierno.
—Me cayó muy bien el viejo, Snow. Yo no entendía una palabra de inglés, pero nos entendíamos en el idioma universal de los vasos. Este trabajo me salvó. Yo tomaba bastante, trabajaba caratulando expedientes, no era un buen alumno en la facultad. Esto era lo opuesto a la rutina. Un trabajo entre amigos, y enseguida  creamos una relación rara, inusual. Cuando la compañera de uno de nosotros estuvo enferma, Patricia tenía el dinero de un departamento que había vendido y le llevó toda la plata. «Hacé lo que necesites», le dijo. Esta gente es la que yo más conozco y la que más me conoce. Para bien y para mal. A mí el trabajo este no me daña. Al contrario. Esto es lo más interesante que me pasó en la vida. ¿Qué posibilidades tiene un estudiante de arqueología como yo de conocer el Congo más que con un trabajo demencial como este? La gente se horroriza. Vos le decís que viajás a ver fosas comunes y morgues y cementerios, y a la gente la parece horroroso. Pero a mí me resultaría difícil sentarme en un kiosco de dos metros cuadrados y esperar que me vengan a comprar caramelos. La verdad es que la única parte mala del laburo son los periodistas. Un periodista es una persona que llega al tema y tiene que hacer una especie de curso intensivo, hacer su nota, y es difícil que capte esta complejidad. Me gustaría que, simplemente, no les interese.
***
Son las siete de la tarde de un viernes y en un aula de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, Sofía Egaña y Mariana Selva dan una clase sobre huesos en general, lesiones en particular, a un grupo pequeño de estudiantes.
—El hueso fresco tiene contenido de humedad y reacciona distinto a la fractura que el hueso seco. El hueso se mantiene fresco aún después de la muerte. Entonces el diagnóstico se hace según la forma de la fractura, la coloración –dice Mariana Selva mientras proyecta imágenes de huesos rotos y secos, rotos y húmedos, rotos y blancos. 
—Los rastros de la vida se ven en los huesos —dirá después, sobre un esqueleto extendido, Sofía Egaña—. ¿Ven los picos de artrosis? ¿Cómo verían a esta mandíbula? Tóquenla, agárrenla. ¿Qué les puede decir esta dentición?
Cuando el equipo se formó, la antropología forense no existía como disciplina en el país. Ellos aprendieron en los cementerios, desenterrando personas de su edad —vomitando al descubrir que tenían sus mismas zapatillas—, leyendo el rastro verde de la pólvora en la cara interna de los cráneos. Y después, todavía, se enseñaron entre ellos. Ahora son generosos: aquí comparten el conocimiento. Esparcen lo que les sembraron.
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El día  es gris. Patricia Bernardi toma el teléfono, marca un número, alguien atiende.
—Sí, buenas tardes, estoy buscando a la señora X.
–...
—Ah, buenas tardes, señora, habla Patricia Bernardi, del Equipo Argentino de Antropología Forense. No sé si sabe a qué se dedica esta institución.
—...
—Bueno, muchas gracias, adiós.
El tono de Patricia es dulce y no hay fastidio cuando cuelga: cuando no la quieren atender. En 2007, cuando se cumplieron años de la muerte del Che, los medios sacaron sus máquinas de hacer efemérides y todas apuntaron a los miembros del equipo que, convocados por el gobierno cubano, habían estado allí.
—A veces me siento obligada a decir que fue un orgullo haber participado en esa exhumación, pero era todo muy tenso. Nosotros estuvimos cinco meses, nos retiramos, y volvimos cuando los cubanos encontraron la fosa del Che, en julio de 1997. Me llamaron a mí, era un sábado. No me acuerdo si llamó el cónsul o el embajador de Cuba, y me dijo “Encontraron unos huesos”. Cuando llegamos ya había dos o tres peleándose por ver quién sacaba la foto. A mí lo que sí me marcó un antes y un después fue El Petén, en Guatemala. Ahí en 1982 un pelotón del ejército ejecutó a cientos de pobladores. Nosotros sacamos ciento sesenta y dos cuerpos. En su mayoría chicos menores de doce años. Y no tenían heridas de bala porque para ahorrar proyectiles les daban la cabeza contra el borde del pozo y los arrojaban. Llega un momento que te acostumbrás a los huesitos chiquitos, porque son muy lindos, hermosos, perfectos. Pero lo que te traía a la realidad era lo asociado.
Lo asociado.
—Los juguetes.
En el edificio contiguo hay un instituto de peluquería y depilación. Desde las ventanas se pueden ver, todos los días, señoras cubiertas por mantelitos de plástico y pelos envueltos en cáscaras de nylon como merengues flojos. Pero da igual: aquí nadie las mira.
***
En la oficina de Carlos Somigliana —Maco— hay profusión de papeles, dibujos de niños, pilas de cosas que buscan su lugar como en un camarote chico. Desde que entró en el equipo, en 1987, se dedicó a atar cabos y a enseñar a los demás a hacer lo mismo: entrevistar familiares, buscar testimonios, cruzar información.
—Mientras el Estado llevaba adelante una campaña de represión clandestina, seguía registrando cosas con su aparato burocrático. Es como una rueda grande y una rueda pequeña. Vos podés conocer lo que pasa en la primera por lo que pasa en la segunda. Ahora hay una urgencia con respecto al trabajo que no aparecía tan fuerte cuando éramos más jóvenes, y que tiene que ver con la sobrevida de la gente a la que le vamos a contar la noticia de la identificación. Llegás a una familia para contar que identificaste al familiar y te dicen “Ah, mi padre se murió hace un año”. Y cuando te empieza a pasar seguido decís “me tengo que apurar”.
—¿Podrías dejar de hacer este trabajo?
—Sí. Yo quiero terminar este trabajo. Para mí es importante creer que puedo prescindir. Este trabajo ha sido muy injusto en términos de otras vidas posibles para muchos de nosotros.
—¿Y afectó tu vida privada?
—Sí.
—¿De qué forma?
—Ninguna que se pueda publicar.  
—Entonces tiene partes malas.
—Por supuesto que tiene partes malas. Cuando vos sos el familiar de un desaparecido, tuviste que aceptar la desaparición, la aceptaste, estuviste treinta años con eso. Te acostumbraste. De golpe viene alguien y te dice no, mire, eso no fue como usted pensaba, y además encontramos los restos de su hijo, su hija. Es una buena noticia. Pero te hace mierda. Es como una operación, es para algo bueno. Pero te lastima. Cuando vos te das cuenta que la lastimadura es muy fuerte, hasta qué punto no estás haciendo cagada al remover esas cosas. Pero no hay nada bueno sin malo. Lo cual te lleva a la otra posibilidad mucho más perturbadora: no hay nada malo sin bueno.
En alguna parte una mujer dice «Mi hermano desapareció el cinco del diez del setenta y ocho» y entonces alguien, discretamente, cierra una puerta.
***
—Mi nombre es Margarita Pinto y soy hermana de María Angélica y de Reinaldo Miguel Pinto Rubio, los dos son chilenos, militantes de Montoneros. Desaparecieron en 1977. Mi hermana tenía 21 años. Mi hermano, 23.
Margarita Pinto dice eso en el espacio para fumadores de la confitería La Perla, del Once, a cuatro cuadras de las oficinas del equipo. Después dice que los restos de su hermana fueron identificados por los antropólogos en 2006.
—El dolor de tener un familiar desaparecido es como una espinita que te toca el corazón, pero te acostumbrás. Y cuando me dijeron que habían encontrado los restos, yo estuve con una depresión grande. No quise ir a verlos. Fui nada más al homenaje que le hicimos en el cementerio. Esto es como una segunda pérdida, pero después es un alivio. Los antropólogos hablan de mi hermana como si la hubiesen conocido. Y yo la busqué tanto. Cuando desapareció yo era chica, y empecé a visitar a los padres de algunos compañeros de ella. Una vez fui a ver a un matrimonio grande. En un momento, la señora se levantó y se fue y el hombre me dijo que disculpara, que la señora estaba muy mal. Que todos los días se levantaba muy temprano para desarmar la cama de su hijo. Y yo ahí, preguntando por mi hermana. Uno a veces hace daño sin darse cuenta. 
El cielo gris. Brilla en sus ojos.
***
El 26 de septiembre de 2007, Mercedes Doretti recibió una beca de la fundación MacArthur dotada de quinientos mil dólares y, como hacen e hicieron siempre con las becas, los premios y los sueldos de las misiones internacionales, donó el dinero al fondo común con que el equipo se financia.
—La beca es personal —dice Mercedes Doretti— pero yo no trabajo sola.
Ella fue la primera mujer miembro del equipo en ser madre, un año atrás. La segunda fue Anahí Ginarte, que vive en  la ciudad de Córdoba desde 2003, cuando viajó allí para trabajar en la fosa común del cementerio de San Vicente, un círculo de infierno con cientos de cadáveres, y conoció al hombre que les alquilaba la pala mecánica para remover la tierra, se enamoró, tuvo una hija.
—Es mucha adrenalina, muy romántico, pero también es ver la vida de los otros y no tener una vida propia —dice Anahí Ginarte—. Yo estuve un año sin pasar un mes entero en Buenos Aires. Tenía un departamento donde no había nada, ni una planta, cerraba con llave y me iba. Pero decidí parar.  
Salvo ellas dos —Mercedes, Anahí— ninguna de las mujeres que llevan años en el equipo tiene hijos.
***
A mediados de 2007, el equipo, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y el Ministerio de Salud firmaron un convenio para crear un banco de datos genéticos de familiares de desaparecidos a través de una campaña que solicita una muestra de sangre para cotejar el ADN con el de seiscientos restos que todavía no han podido ser identificados. El proyecto se llama Iniciativa Latinoamericana para la Identificación de Personas Desaparecidas, y hace días que aquí no se habla de otra cosa: de la iniciativa que se iniciará.
Esta mañana, Mercedes Salado y Sofía Egaña revolotean alrededor de un hombre encargado de instalar la impresora de códigos de barras de la que saldrán miles de etiquetas que identificarán la sangre de los familiares. 
—A ver, vamos a probar –dice el hombre.
Aprieta un comando y la pequeña impresora se estremece, tiembla como un hámster y  escupe uno, dos, diez, veinte códigos de barras.
—Es muy emocionante —dice Mercedes—. Llevamos años esperando esto. 
En las semanas que siguen todos se dedican a una tarea cándida: ensobran formularios para enviar   a  los   cuatro   rincones   del   país.   Un  día,   ya   de   noche,   Mercedes   Salado,   descalza, sentada en el piso junto a una caja repleta de sobres que dicen Tu sangre puede ayudar a identificarlo, fuma y conversa con Patricia Bernardi.
—Si logran identificar a todos, se van a quedar sin trabajo.
—Ojalá.
Una radio vieja esparce la canción “I will survive”.
***
Miércoles. Nueve y media de la mañana. Desde una de las oficinas del primer piso llegan ráfagas de conversación:—El hermano de ella está desaparecido.—No puede haber un estudiante de medicina de 60 años. ¿Por qué no volvemos a mirar la información?
—Ese Citroën rojo... alguien dijo algo de ese Citröen rojo.
Inés Sánchez, Maia Prync y Pablo Gallo trabajan haciendo investigación preliminar: a través de fuentes escritas, orales, diarios, generan hipótesis de identidad para los huesos. Inés Sánchez, apenas más de veinte, es hija de desaparecidos.
—Yo llegué al equipo hace dos años, más o menos. Nuestra tarea es hacer hipótesis de identidad sobre un conjunto de personas en base a exhumaciones que ya se hicieron. Para eso vemos qué centro clandestino utilizaba un determinado cementerio, en qué fechas hubo traslados.
Selva Varela tiene porte de bailarina, pelo largo, ojos claros, gafas. Está inclinada sobre una de las mesas. En el hueco de la mano, apretado contra el pecho, abraza un cráneo como quien acuna. Tiene treinta años y está en el equipo desde 2003. Sus padres fueron secuestrados por los militares y ella adoptada por compañeros de militancia que, a su vez, fueron secuestrados en 1980. Se crió con vecinos, abuela, una tía, y en 1997 llegó al equipo buscando a sus padres.
—Después estudié medicina, antropología, y cuando me dijeron que acá faltaba gente, vine y quedé. Pero no estoy acá buscando a mis viejos. Pienso en los familiares de las víctimas, pienso que está bueno que la sociedad sepa lo que pasó.
En un rato habrá clima de euforia y desconcierto: un cráneo al que creían un error no resultó lo que pensaban: un intruso. La buena noticia —la mala noticia— es que es el cráneo de un desaparecido. Lo levantan, lo miran como a una fruta mágica, magnífica.
—¿Y si es el padre de...?
Es una buena tarde. Por tanto. Por tan poco.
***
Diez de la mañana: el cielo sin una nube. El cementerio de La Plata se prodiga en bóvedas, después en lápidas, después en cruces. Y allí, entre esas cruces, hay dos tumbas abiertas y el rayo negro del pelo de Inés Sánchez. El sol chorrea sobre su espalda que se dobla. Alrededor, pilas de tierra, baldes, palas: cosas con las que juegan los niños.
—Vamos bien. Encontramos los restos de las tres mujeres que veníamos a buscar —dice Inés.
Limpia con un pincel el fondo, los pies abiertos para no pisar los huesos: un cráneo, las costillas.
Al otro lado de un muro de bóvedas, en una zona de sombras frescas, Patricia Bernardi, tres sepultureros, un hombre y dos mujeres rodean a Maco que —bermudas, sandalias— saca tierra a paladas de una fosa. Los sepultureros se mofan: dicen que no debe cavarse con sandalias, que va a perder un dedo. Él sonríe, suda. Cuando bajo la pala aparece un trapo gris —la ropa— Maco se retira y Patricia se sumerge. Cerca, entre los árboles, una mujer de rasgos afilados camina, fuma. Está aquí por los restos de Stella Maris, 23 años, estudiante de medicina, desaparecida en los años setenta: su hermana. Patricia saca tierra con un balde y los huesos aparecen, enredados en las raíces de los árboles.
—Está boca arriba y tiene una media. 
Las medias son valiosas: bolsas perfectas para los carpos desarmados. 
—El cráneo está muy estallado. Acá hay un proyectil. En el hemitórax izquierdo, parte inferior. Tiene las manos así, sobre la pelvis.
Después, levantan el esqueleto de su tumba: hueso por hueso, en bolsas rotuladas que dicen pie, que dicen dientes, que dicen manos. La mujer de rasgos afilados se asoma.
—No sé si es mi hermana —dice—. Tiene los huesos muy largos.
—No te guíes por eso –le dice Maco.
En otra de las fosas alguien encuentra un suéter a rayas, un cráneo con tres balazos, redondos como tres bocas de pez: los huesos de mujer son gráciles.
Mañana, en un cuarto discreto del barrio de Once, sobre los diarios con noticias de ayer y bajo la luz grumosa de la tarde, se secarán los huesos, el suéter roto, el zapato como una lengua rígida.

Pero ahora, en el cementerio, la tarde es un velo celeste apenas roto por la brisa fina.